Golpes de Estado de nuestro tiempo
Bajo la aparente inocencia de los golpes ficticios o narrativos se ocultan las malas intenciones de perpetrar golpes verdaderos
Cada siglo tiene su estilo en la destrucción del derecho y de la libertad. Los golpes de Estado del siglo XXI no son como los del XX, con frecuencia disfrazados de revoluciones, tan sangrientas y de tan pavorosas consecuencias. Ni como las revueltas, guerras civiles y pronunciamientos del XIX, pálidas imitaciones de la Revolución Francesa, quizás la única. Como sucede en tantos ámbitos, los elementos del pasado no suelen desaparecer sustituidos por las novedades que identifican el estilo de nuestro siglo, sino que se amontonan como ruinas humeantes que enturbian el presente.
En África componen un catálogo abrumador y son costumbre política, a veces dos en un mismo año, como en Burkina Faso. En Egipto y Myanmar, países con ejércitos poderosos, hemos visto sangrientos golpes como los de antes, con la posterior implantación de dictaduras militares como las de siempre y las ejecuciones sumarias habituales.
La escenografía de los golpes del siglo XXI, como técnica y como fenómeno, incluye territorios inesperados. La menor de las sorpresas se ha producido en el inestable Perú, donde los presidentes entran en la cárcel o se suicidan a velocidad vertiginosa, y ha sido como repetición, obligadamente en forma de farsa, por parte del maestro izquierdista Pedro Castillo, de una tragedia ya estrenada por Fujimori con su autogolpe, cuando cambió la constitución, se hizo con todos los poderes y dejó un rastro de corrupción y de crímenes para los que apenas ha tenido tiempo ni márgenes su fracasado sucesor.
Hay golpes sin tanto espectáculo, pero más efectivos, como han demostrado Erdogan en Turquía o Kais Saied en Túnez. Desde el poder y por etapas, con la seguridad y la pericia de la que carecía el pobre Castillo, jamás de golpe, han conseguido evitar la identificación con la palabra maldita y hacerse con el poder entero. El mismo propósito era el caso de la trama reaccionaria encabezada por un príncipe alemán que daba por ilegítima e inexistente la República Federal de Alemania, quería asaltar el Bundestag, asesinar a sus gobernantes y reinstaurar el Imperio de Bismarck o de Hitler. Las apariencias eran de opereta, pero la policía que ha detenido a los confabulados ha juzgado de extrema gravedad los planes golpistas y todo un síntoma de los peligros que gravitan sobre las democracias avanzadas.
Bajo la aparente inocencia de los golpes ficticios o narrativos se ocultan las malas intenciones de perpetrar golpes verdaderos, cambios de la constitución por la fuerza de la violencia o de los hechos. Entre el asalto al congreso trumpista y la secesión proclamada por Carles Puigdemont pueden sucederse triviales intentonas que no llevan a ninguna parte, pero erosionan la convivencia y la democracia. También las debilitan la banalización, tan frecuente entre nosotros. Si todo es un golpe de Estado, nada es un golpe de Estado. Pista aplanada y libre entonces para todo el golpismo, con tanques o sin ellos.
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