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Tribuna
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Barcelona y la diplomacia de las ciudades

La urbe ejerce su autoridad internacional colaborando con Kiev como lo hizo con Sarajevo durante la guerra de hace treinta años

El alcalde de Kiev, Vitali Volodímirovich Klichkó, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en Kiev el día 9.
El alcalde de Kiev, Vitali Volodímirovich Klichkó, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en Kiev el día 9.OLEG PETRASYUK (EFE)
Paola Lo Cascio

Despierta Europa es el título de una exposición inaugurada ahora hace poco más de un mes en la antigua cárcel Modelo de Barcelona, que conmemora la solidaridad de la capital catalana con Sarajevo entre 1992 y 1995, durante los terribles momentos del sitio de esa ciudad en el marco de las guerras de la antigua Yugoslavia.

La exposición es una creación del Museo de Historia de Bosnia-Herzegovina, inaugurada en Sarajevo el año pasado. Ahora ha llegado a Barcelona con la coproducción del Observatorio Europeo de Memorias (EUROM) de la Fundació Solidaritat de la Universitat de Barcelona y la Concejalía de Memoria Democrática del Ayuntamiento de la capital catalana, en el treinta aniversario de la campaña de solidaridad impulsada por el otrora alcalde Pasqual Maragall.

Las características de aquella larga y diversa acción desarrollada en esos tres años ha sido recientemente analizadas en profundidad por Oscar Monterde, investigador de la Universidad de Barcelona, en un libro publicado el año pasado (Barcelona capital del Mediterrani. Democràcia local i combat per la pau, Fundació Catalunya-Europa, 2021).

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Hay que remontarse al contexto: por primera vez desde 1945 volvía la guerra en el corazón de Europa, volvían los muertos, el horror de la limpieza étnica y la violencia de los conflictos identitarios. En ese mismo contexto y en ese mismo Mediterráneo, había también una Barcelona que empezaba a consolidarse como referente internacional. Después de la dictadura se había ido reconstruyendo como una ciudad moderna, inclusiva, dotada de servicios públicos potentes y que había experimentado cambios urbanísticos decisivos. Y que justamente en 1992, en tanto que sede olímpica, tenía un altavoz inmejorable para hacer escuchar su voz.

Pero no hay que pensar que fuera solo la contingencia a dar un papel importante a Barcelona en ese momento. La capacidad de acción internacional de la ciudad venía de lejos: desde la mitad de los años ochenta había impulsado y liderado redes de colaboración de las urbes europeas, y en 1992 el propio Pasqual Maragall era el presidente de la más importante de ellas, el Consejo de Municipios y Regiones de Europa (CMRE).

En este sentido, esa incesante tarea que llevó a cabo la ciudad de Barcelona a principios de los años noventa en Bosnia, —el envío de convoyes humanitarios, la acogida de refugiados, los proyectos de reconstrucción, la genialidad de declarar Sarajevo un distrito más de la ciudad de Barcelona para poder llevar a cabo todas las acciones de forma más ágil administrativamente—, era fruto de la interiorización y la práctica de que las ciudades pueden y deben ser actores también internacionales.

Y eso parece imprescindible porque la característica fundamental de la que se ha ido llamando cooperación descentralizada o (quizás con una expresión menos técnica y más directa) “diplomacia de las ciudades” es que es ágil, directa, capaz de interlocutar con la sociedad civil y sus organizaciones, orientada a la resolución de problemas concretos. En definitiva, más parecida a la propia esencia de la política municipal. Lo cual no quiere decir que sea menos políticamente connotada (se diría que al contrario), pero sí más tangible y, quizás, menos sectaria.

Todo ello es extremadamente importante en situación de paz. En Europa, las ciudades concentran más del 80% de la población y constituyen motores económicos, políticos, culturales y sociales imprescindibles. El buen funcionamiento de la colaboración entre ellas posibilita la socialización de las buenas prácticas en políticas públicas, la resolución mancomunada de problemáticas comunes, la forja de sinergias virtuosas que en múltiples dimensiones, desde la económica a la social o a la de la innovación institucional.

Pero quizás el valor de la colaboración entre ciudades es aún más apreciable en tiempos de guerra. Las ciudades tienen necesidades similares, hablan un lenguaje común que supera las diferencias geográficas, culturales, económicas y, sobre todo, nacionales o identitarias. Las ciudades no entienden de fronteras, entienden de ciudadanía. Y a esta última hay que protegerla por encima de todo. Fue así hace treinta años y vuelve a ser así ahora, en el caso de la invasión de Ucrania por parte de la Rusia de Putin. La alcaldesa Ada Colau fue a Kiev la semana pasada, invitada por el alcalde, Vitali Volodímirovich Klichkó, como culminación de una operación de solidaridad que en marcha hace varios meses. Cuando los medios preguntaron sobre el viaje, se mostró especialmente contenta de haber visto a los camiones de los bomberos de Barcelona circular por la capital ucrania. Con sus insignias de Kiev recién pintadas. Porque no importa: apagarán fuegos, salvarán vidas. Que es de lo de que se trata.

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