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La ciudad cambia o caduca

La mayoría estamos dispuestos a pagar el precio por reformar las urbes y hacerlas vivibles, pero el Estado está en la bronca en el Congreso

Vista de Barcelona.
Vista de Barcelona.David Zorrakino (Europa Press)
Jordi Amat

Escucho la última bronca en el Congreso. Imagino la lógica perversa que siguen los partidos para alimentar la crispación —así unos así recuperan cuota de pantalla y otros desplazan el foco para que no se discutan sus políticas, leyes o nombramientos. Me cabreo al constatar cómo los bloques y las luchas intestinas degradan el Parlamento. Salgo a la calle para no gritarle a la pantalla y me digo que para relajarme voy a chillar todo el mundo al suelo. Pero desde hace meses, si bramas al pisar lo que queda de nuestra antigua acera, nadie te puede oír. Taladradoras en marcha y boquetes abiertos, grúas que recogen bloques de asfalto y máquinas que aplanan el suelo mientras los viejos árboles resisten solo porque los han apuntalado. No diré que me relaje mientras escucho esa sinfonía del ruido. Tampoco que no me pierda al descubrir que hoy tampoco puedo cruzar ese paso cebra o que debo sortear coches en marcha. Pero me fascina contemplar las tripas del subsuelo y la modificación de los tubos. Los trabajos y los días para cambiar la piel de mi ciudad.

Si en tu barrio no ves transformaciones similares a estas, si nadie está repensando la ciudad, puedes estar seguro de que el proyecto de los responsables de tu municipio es un modelo caduco.

Mientras estos días algunos de nuestros políticos actuaban como agentes de la polarización en la Carrera de San Jerónimo, en Barcelona se ha desarrollado un debate serio sobre el futuro de las zonas metropolitanas españolas. Comparten mesa los responsables de los planes estratégicos de Barcelona, Bilbao, Málaga, Sevilla y Zaragoza. En la fila cero escuchan los de Granollers, Valencia o Pamplona. Y lo que muchos constatan, tras impulsar procesos participativos para legitimar sus apuestas estratégicas, es la predisposición de la mayoría de la ciudadanía a pagar el precio para que su ciudad sea un lugar habitable: asumir el coste cotidiano de implementar la agenda de la sostenibilidad cuyo primer objetivo es la lucha contra el cambio climático desde la propia calle donde se vive. Por la mía, en pocos meses, apenas circularán coches. Ahora es el caos y los atascos, de acuerdo, pero solo quienes han vivido de explotar la ciudad no asumen que esos son los cambios necesarios, incómodos y arriesgados, para que la ciudad vuelve a ser la gente (como definió el político barcelonés que aquí mejor entendió el urbanismo democrático del siglo XX: Pasqual Maragall).

La escala territorial donde hoy puede ser efectivo un urbanismo ecológico va más allá de la ciudad estricta. Los cambios serán a escala metropolitana o serán inútiles. El ejemplo más evidente: el transporte y la contaminación. Se calcula que el 80% de los desplazamientos que realizan los ciudadanos en su ciudad ya no son altamente contaminantes. No son solo los peatones. Se suman usuarios del transporte público, patinete y cada vez más ciclistas. El problema principal son los accesos y salidas a las capitales desde las segundas coronas metropolitanas —las de la región, en el caso de Barcelona— porque en demasiadas ocasiones no hay alternativa al coche para ir al trabajo o vivir la experiencia urbana, cultural, que es un derecho de todos los habitantes de la metrópolis. Por eso el cambio de modelo debe pensarse en otra dimensión, ampliada, para poder planificar al mismo tiempo los retos de la segregación, el acceso a la vivienda o la desigualdad por barrios o por ciudades. Apenas hay instrumentos de gobernanza que permitan liderar cambios consensuados, lo más habitual son los foros de alcaldes sin capacidad ejecutiva.

En este punto el arquitecto Salvador Rueda pide la palabra. Claro que los planes estratégicos locales podrían iniciar los procesos de cambio institucional para convertir la agenda en políticas públicas. Pero los retos planteados solo podrán superarse si el Estado decide liderar junto a las administraciones locales. No parece que vaya a ocurrir. No hay predisposición para impulsar reformas de esta ambición sistemática. Las comunidades autónomas tienen las competencias, pero temen crear un contrapoder en su territorio. Así mucho más sencillo la bronca en el Congreso, pensar un presente que se degrada con un modelo caduco.


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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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