Al borde del ataque nuclear, hoy como hace 60 años en Cuba
Jruschov tenía un carácter propicio a la intimidación y a la amenaza, pero no quería de ningún modo la guerra nuclear, mientras que la mentalidad policial del frío Putin permite albergar las peores premoniciones
En un día como hoy, un 27 de octubre de hace exactamente 60 años, el mundo estuvo por primera vez cerca de una guerra nuclear, que iba a empezar en las Antillas, pero necesariamente afectaría a continuación a Europa, hasta convertirse en la Tercera Guerra Mundial. Tan cerca estuvo entonces como no lo ha vuelto a estar hasta hoy mismo, cuando de nuevo el temor se cierne sobre el continente europeo por virtud de las reiteradas amenazas proferidas por Vladímir Putin como reacción a la cadena de derrotas militares que está sufriendo en Ucrania.
Pocos días antes, la Casa Blanca había descubierto que la Unión Soviética estaba instalando clandestinamente lanzaderas y misiles nucleares en Cuba, concretamente 36 proyectiles de 2.000 kilómetros de alcance, 16 misiles con un alcance de 3.500 kilómetros, servidas por cinco regimientos artilleros y cuatro de fusileros motorizados, dos batallones de blindados y 12 unidades de misiles tácticos tierra-aire, además de las correspondientes cabezas atómicas con una carga entre 200 y 800 kilotones (las dos lanzadas sobre Japón en 1945 eran de 16 y 21 kilotones). En total, y contando los servicios auxiliares, más de 50.000 soldados soviéticos, estaban instalándose a 200 kilómetros de las costas estadounidenses.
Era la Operación Anadyr, ordenada por el líder soviético Nikita Jruschov, con la que pretendía incluir a Cuba dentro del perímetro defensivo del campo socialista tras el fracaso del desembarco anticastrista en Bahía Cochinos. En realidad, bajo el disfraz de la solidaridad internacionalista, el Kremlin quería mantener el liderazgo comunista entonces impugnado y disputado por Pekín y restaurar a la vez el equilibrio nuclear con Estados Unidos e incluso la capacidad disuasiva del arsenal nuclear soviético. Jruschov aseguró con descaro a sus colaboradores que iba a “meter un erizo en los pantalones del Tío Sam”.
Los historiadores han hecho sus deberes y ahora está muy claro que el líder soviético se equivocó gravemente, hasta situar el mundo al borde del apocalipsis, sobre todo a la hora de evaluar la resolución con que la Casa Blanca de John F. Kennedy iba a enfrentarse al desafío, aunque luego supo rectificar a tiempo e incluso salvar la cara. Fue también el mejor momento presidencial para Kennedy, que evitó la guerra gracias al acierto de una decisión tomada personalmente, tras larga deliberación en la Casa Blanca y a pesar de los excitados consejos de su entorno militar. Impuso un bloqueo marítimo para evitar la llegada de más material balístico. Exigió y obtuvo, gracias a un ultimátum, la retirada de los misiles. Y como contrapartida, para dulcificar la amarga rectificación de Jruschov, garantizó que Estados Unidos no invadiría Cuba, y se comprometió, aunque en secreto, a retirar los misiles de la OTAN instalados en Turquía que también amenazaban territorio soviético.
No hay dos crisis iguales. Tampoco hay lecciones del pasado que sirvan para las crisis de hoy, puesto que el pasado es un personaje que no imparte lecciones sino escarmientos, aunque unos los atienden y rectifican los errores y otros los desprecian y persisten en sus equivocaciones. Y si se trata de dos crisis únicas, ambas alrededor de la amenaza nuclear, todavía se hace más difícil encontrar paralelismos. Hace 60 años, la amenaza precedió a la guerra, que se evitó. Al revés que ahora, cuando la guerra precede al riesgo y no sabemos si evitará la detonación nuclear.
Las diferencias más inquietantes son las que se observan entre los dirigentes del Kremlin de ahora y de entonces. Jruschov era un dirigente político, según ha señalado su biznieta, la politóloga ruso-americana Nina Jruschova, mientras que Putin es un simple y brutal teniente coronel del KGB. El líder soviético tenía un carácter propicio a la intimidación y a la amenaza, pero no quería de ningún modo la guerra nuclear, mientras que la mentalidad policial del frío Vladímir Putin permite albergar las peores premoniciones. La Unión Soviética era entonces una terrible dictadura, pero con instituciones y una dirección máxima colectiva, en la que se discutían las decisiones, mientras que la Federación Rusa está sometida ahora a la autocracia personal de un presidente indiscutible e indiscutido.
Kennedy y Jruschov estuvieron en contacto constantemente y en público, con intercambio de cartas y de discursos radiofónicos y televisados, pero la negociación fue secreta, a través de un canal oculto permanente. Hubo diálogo y hubo acuerdo en el que todos cedieron y todos salvaron la cara. No hubo en cambio ningún tipo de apaciguamiento, es decir, un premio ante la amenaza por parte de Washington. El único perdedor aparente, Fidel Castro, que no quería retirar los misiles y apenas fue consultado, también salió ganando, porque sin aquella crisis no se entiende la longevidad de su régimen dictatorial.
Cuando el mundo se halla de nuevo atemorizado por la amenaza de las armas nucleares, la crisis de los misiles cubanos se ha convertido estos días en motivo de reflexión y de estudio, incluso de conferencias internacionales y de novedades bibliográficas. De la actual revisión de aquella crisis surge matizada la imagen de Jruschov como líder responsable y razonable, sobre todo en contraste con Putin, y muy reforzada la imagen de Kennedy, como presidente reflexivo, capaz de tomar una decisión que resultó plenamente acertada, aunque tuvo que hacerlo bajo la máxima presión de una amenaza nuclear y en muchos aspectos a ciegas respecto a la amenaza real a la que se enfrentaba.
El erizo no cayó dentro de los pantalones del Tío Sam, sino de los de Jruschov, que fue destituido apenas dos años después por sus pares, aduciendo entre otros motivos la retirada de los misiles de Cuba. Poco después de cerrar la crisis, Kennedy pronunció un discurso en la American University que dejó una frase para la historia: “Aunque defendamos nuestros intereses, la fuerza nuclear debe evitar el tipo de confrontación que ofrece al adversario el dilema entre la retirada humillante o la guerra atómica”.
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