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Columna
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No se puede convencer a un niño de que los Reyes Magos no existen

Mucha gente seguirá viendo en Putin una víctima de la opresión otanista porque necesita verlo así. Reconocer los hechos tal y como son derrumbaría de golpe todas sus creencias

Un grupo de personas sigue un discurso del presidente ruso, Vladímir Putin, en Lugansk (Ucrania).
Un grupo de personas sigue un discurso del presidente ruso, Vladímir Putin, en Lugansk (Ucrania).STRINGER (EFE)
Sergio del Molino

El análisis geopolítico más original y divertido que he escuchado últimamente se lo debo a un ilustre asturiano que, al final de un almuerzo pantagruélico en Oviedo, nos explicó que todo este lío terminaría con una Rusia dividida entre China y Estados Unidos (y, por extensión, la Unión Europea). Según esta hipótesis asturiana, China necesita praos para su exceso demográfico, y Estados Unidos quiere las riquezas geológicas. Por eso habrían firmado una especie de pacto de Molotov-Ribbentrop, a mi juicio descompensado: los occidentales nos quedaríamos con el Bolshói, y los chinos, con el permafrost.

Delirios parecidos o peores se avientan a diario en foros serios, avalados por voces de autoridad. No pasa un día sin que alguien respetable (o con apariencia de tal) presente a Vladímir Putin como un paria del imperialismo yanqui o señale a Volodímir Zelenski como un nazi o un criminal de guerra (sic). También se acusa de beligerancia y sed homicida a quienes apoyan la lucha ucrania. Las barbaridades que dijo Putin en ese discurso que ya ocupa un capítulo en la historia universal de la infamia son lugares comunes de varios movimientos políticos y de ciertos ambientes intelectuales, en los que el mundo democrático occidental —en el que viven— se pinta como un infierno.

Los padres del colegio de mi hijo tenemos un debate sobre la ingenuidad de los niños, que aún creen mayoritariamente en los Reyes Magos. Algunos sostienen que nos engañan, que saben el secreto, pero se lo callan por seguirnos la corriente. Yo no creo que sean tan ladinos —entre otras cosas, porque lo demostrarían en otras facetas—, sino que viven presos de un defecto muy humano: el sesgo de percepción selectiva. Descartan cualquier indicio que haga peligrar sus creencias. Si uno se ha convencido de que allí hay gigantes, no importan los gritos de Sancho advirtiendo de que son molinos. Incluso después de estamparse contra ellos, defenderá que son gigantes.

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Mucha gente seguirá viendo en Putin una víctima de la opresión otanista porque necesita verlo así. Por más matanzas que se le pongan delante, sostendrá delirios parecidos a esa teoría asturiana del reparto de Rusia, porque reconocer los hechos tal y como son derrumbaría de golpe todas sus creencias, y con ellas se iría al traste su identidad. Todo esfuerzo argumental es inútil contra ellos, pero como no son niños en la noche de Reyes ni hidalgos manchegos en las páginas de un libro, hay que perseverar en el diálogo de besugos, por frustrante que sea y por divertidas que suenen sus teorías en la sobremesa.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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