Echar de menos a un muerto
Quizá recordemos más a esa persona en las bodas o en los cumpleaños, pero la realidad es que lo añoramos en nuestros miércoles por la tarde
A Carla Simón se le murió la madre de sida cuando tenía seis años. Entonces la adoptaron sus tíos, que vivían en un pueblo de La Garrocha, y en ellos y en cómo concibe y afronta una cría la orfandad basó Verano 1993, su primera cinta.
Años después de aquel estío en el que la niña Carla aprendió lo que significaba la muerte, consagrada ya como una de nuestras mejores directoras gracias a su segunda y maravillosa película, Alcarràs, recibió una llamada. Era de Miu Miu, que le proponía hacer un corto. Y aunque estaba embarazada de su primer hijo y sabía que sería un follón, Carla Simón dijo que sí.
A las puertas de parir a su primogénito pensaba mucho en su madre. En la biológica, porque tiene dos. En cómo habría vivido ella el embarazo y en cómo iba a contarle a su hijo quién fue su abuela (la biológica, porque por su parte tiene dos) si apenas tenía recuerdos de ella. Como sabía poco de su madre, le dijo a un periodista, siempre la había tenido que inventar. Y eso hizo en Carta a mi madre para mi hijo, el corto que Miu Miu le encargó: imaginarse un cuento sobre Neus, su madre, para contárselo a Manel, su hijo. Si tienen 24 minutos, véanlo, basta con meter en el buscador de YouTube el título. E intenten hacerlo sin emocionarse.
Además de contarnos el cuento, Simón se pone en la tesitura de todos los que echamos de menos a un muerto: imaginar cómo sería volver a encontrarse con él. En su caso, con ella, con su madre. No sabemos si es de carne y hueso o un espectro, pero eso qué más da. Lo relevante es que la conversación que tienen al reencontrarse no va sobre la metafísica del ser, la vida después de la muerte o las esquinas de su propia relación. No se dicen si se han echado de menos ni ajustan cuentas la una con la otra; se limitan a hablar de una infusión que a la madre le vino muy bien cuando llevaba a Carla en la panza.
Así de primeras parece extraño que hablen solo de eso, pero lo cierto es que es realista y por eso tan bello: cuando echamos de menos a un muerto, lo que echamos de menos es que forme parte de nuestra cotidianidad. Quizá lo recordemos más en las bodas o en los cumpleaños, pero la realidad es que lo añoramos en nuestros miércoles por la tarde. Sucede parecido cuando echamos de menos a un vivo. Años después de dejar una relación, permanece el recuerdo de la paciencia del otro, de aquel viaje o de su alegría. Pero, sobre todo, lo que queda es su manía de tocarse las orejas cuando se ponía nervioso o de colgar las toallas en los pomos de las puertas.
No soy huérfana, pero el próximo martes hará tres años que me quedé sin abuelas. Ninguna de las dos conoció a mi hijo y, como le ocurre a mi tocaya de apellido con su madre, desde que me quedé embarazada las pienso más aún, seguramente porque las comprendo mejor que nunca.
Siempre me había imaginado un reencuentro con ellas como algo muy épico, lleno de preguntas, de lágrimas y de abrazos. Pero tiene razón Simón y seguramente sería algo más parecido a una sobremesa en la que una me recomendaría que si la criatura tiene hipo, le coja una pelusilla de la mantita, la haga un burruño y se la ponga en la frente. De fondo, la otra me diría que no tengo vergüenza, que cómo es que a estas alturas aún tengo al muchacho sin cristianar.
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