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Tribuna
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Yo te cancelo

Suspender a alguien es quitarle voz, y quitar la voz es expulsar de lo social, es desterrar, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo. Convierte a un individuo en un fantasma, en alguien que no posee nada

'Collage' con imágenes de Kevin Spacey, Plácido Domingo y J. K. Rowling, tres figuras que se han visto inmersas en debates sobre la cultura de la cancelación.
'Collage' con imágenes de Kevin Spacey, Plácido Domingo y J. K. Rowling, tres figuras que se han visto inmersas en debates sobre la cultura de la cancelación.PEPA ORTIZ (Getty)
Aurora Freijo

Uno de principios fundamentales de la lógica tradicional es el de no contradicción, que afirma que nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Aristóteles lo consideró, por su rango, el primer principio, aquel del que derivarían los demás. Como todo buen principio, su verdad nos resulta evidente, tanto que cualquiera diría que es casi una perogrullada. Pero el asunto es más complejo de lo que parece. Este superprincipio conlleva como elemento inadmisible, dentro del razonamiento, la existencia de la contradicción, afirmando que lo que la contiene debe ser rechazado como falso, o bien resuelto en el modo de la síntesis dialéctica. Gracias a él la ciencia, la tecnología y el razonamiento lógico han avanzado a niveles inimaginables.

Existe, sin embargo, un peligro, parecido al de la falacia naturalista que denunciaba Hume, que es el de cometer el error de pasar la validez de este principio a campos que no le corresponden, como puede ser el del arte, la moral o los afectos. Difícil imaginar una literatura a la que se le exija claridad y firmeza (la autentica poesía es hija de la paradoja, dice Pessoa), desestimar a un pensador por sus discordancias, requerir a un director de cine desarrollos lineales y congruentes o desestimar a un artista plástico por sus propias confrontaciones. En cuanto a los afectos —amor y deseo, y sobre todo en el caso de este último— lo propio es en muchos casos precisamente la convivencia de los contrarios y la dificultad de la armonía. Pueden preguntarles a los grandes místicos, a Bataille —conviene releer su texto El erotismo—, a Lacan o a Sade. En el terreno de la moral, el escenario se vuelve aún más complicado por las consecuencias obvias que de ello podrían derivarse, es decir, la complejidad de sentenciar sobre el bien y el mal. Exigir que en esos registros tan propiamente humanos se eliminen o resuelvan los contrasentidos es cuando menos una actitud necia, pero incluso puede llegar a ser, en algunos aspectos, sospechosa de intransigencia y de propensión al juicio ligero. Y, sin embargo, contamos con innumerables intolerantes con las contradicciones, sobre todo ajenas, enemigos de las paradojas y militantes de los enunciados apofánticos, que se posicionan sin vacilaciones en los parámetros que la norma social popular exige, que se convierten en poseedores de la verdad —la única, la suya— , y se indignan ante la coexistencia de lo aparentemente irreconciliable. Aborrecen que pueda ocurrir que una proposición no sea ni verdadera ni falsa, estado que es una deriva de ese principio de no contradicción con el que comenzábamos. Son incapaces de tener la mirada prudente, de entender que la contradicción es jugosamente inevitable en gran medida y en muchos casos es incluso exuberantemente fecunda, si se la deja brotar en su tirantez. A estos amantes de los dualismos extremos y de la verdad monolítica les alteran las zonas intermedias, hasta tal punto que, cuando las detectan, llaman a la acción, convocando hordas de justicieros que castiguen con el arma de la cancelación a los discordantes. Cancelar a alguien es quitarle voz, y quitar la voz es expulsar de lo social, es desterrar, el gran castigo que ya los griegos practicaban con el ostracismo. Cancelar a un individuo es convertirlo en un fantasma, en un subalterno, en alguien que no posee nada. Desgraciadamente, nos estamos acostumbrando a la barbaridad de la cancelación cultural, borrando de las redes y de los ámbitos públicos a los que han cometido la falta de la inconsistencia, exigiéndoles además la humillación de perdón público, como en los peores momentos de la historia. Pero además, desgraciadamente, esta práctica se va extiendo a ámbitos más privados, más pequeños. Mantener que un sí quizá sea un no, o viceversa, o que incluso se den a la vez, que convivan ambos en un mismo tiempo o a lo largo del decurso del mismo, convierte a quien lo hace en un pecador laico, un terrorista moral, merecedor de la condena a ser cancelado e incluso linchado. Porque la cancelación es un linchamiento, el que lleva a cabo la horda de los necios jueces populares que pululan por las redes. Es muy osado hacer de la afirmación que dice que el sí no puede ser no a la vez una proposición universal, es decir, que posea una validez para todos los casos. Hacer de la afirmación que dice que solo el sí sea sí debería darnos miedo.

Dada nuestra condición humana, podemos correr el peligro de afiliarnos a las líneas de los verdugos de cierta inmadurez mental, la de los sumisos con sed de autoridad que, en aras de la razón y la verdad, sentencian, cancelan y linchan. Cuidémonos de ello.

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