Echo de menos a un niño
Hay verdades que nuestros padres solo nos revelan cuando los hacemos abuelos. Y una de ellas es que la paternidad es, entre otras cosas, un precioso y constante añorar a un niño
Echo de menos a un niño. Tiene el pelo rizado, la piel muy blanca y los ojos redondos como soles. Cuando algo le sorprende, y eso pasa varias veces al día, los abre y casi parece que se le fueran a salir de la cara por los lados.
Se pasa las tardes de verano dibujando mapas de continentes que ha inventado, escribiendo la historia de civilizaciones que solo existen en su cabeza o diseñando vestidos de patinadoras sobre hielo y nadadoras de sincro, que es como llama el niño al que echo de menos a la natación sincronizada. Las tablas se las sabe regular, pero conoce un montón de países y sabe nombrar sus respectivas capitales, la mitad porque le gusta Eurovisión y la otra mitad porque se pasa las horas muertas con un juego online que consiste en rellenar mapas políticos.
Echo de menos a un niño que nació viejo, a un niño de esos que esperan pacientes a que el crío que está en el columpio baje para subir él. De los que le piden a su abuelo que cocine gachas o habichuelas y en las sobremesas familiares intercalan echarse un escondite inglés con quedarse a escuchar a los mayores. Lo recuerdo de bien pequeño, metido en el carro amarillo de su madre, que es cartera, y saludando por su nombre a las vecinas como si fuera una de ellas.
La primera vez que lo vi supe que ya nunca estaría sola, y la primera vez que lo llevé al Museo del Prado, antes de entrar a primaria, intentó tocar Las meninas. Por aquel entonces ya recitaba El niño yuntero; le enseñaron a hacerlo en la sede del Partido Comunista de su pueblo, a la que su padre lo llevaba a veces.
Recuerdo el de su nacimiento como el día más feliz de mi vida. Yo tenía casi 10 años y decidí entonces empezar a concebir la infancia como algo ajeno, como algo a lo que a partir de ese momento solo tendría derecho el niño de los ojos como soles. Un día que no sé fechar con exactitud, él decidió hacer lo mismo: dejó de ser niño. Y yo empecé a echarlo de menos, a echarlo tanto de menos como orgullosa comencé a sentirme del adulto en el que se estaba convirtiendo.
Aún sigue recitando El niño yuntero de cuando en cuando y acabó estudiando Clásicas e Historia del Arte, así que igual un día consigue que le dejen tocar Las meninas. Le sigue gustando Eurovisión, su paciencia sigue intacta y sigue sorprendiéndose varias veces al día. Y cada vez que alguien habla de geopolítica, que últimamente es a menudo, sabe por dónde van los tiros gracias al juego aquel de colocar en los países sus capitales.
Hay alguien más que echa de menos el crío que fue: su padre, que es el mío. Me lo dijo un día tomando café, poco antes del primer cumpleaños de mi hijo, que es su nieto. Y caí por primera vez, fíjate qué tontería, con la de veces que me habían repetido eso de “aprovecha, que se pasa volando”, en que ese niño que aprendía a andar a nuestro lado será dentro de nada un adolescente que quizá me pida la Play no se cuantos por Reyes o un adulto que querrá matricularse en Derecho y ADE y trabajar después en Deloitte por eso de ir a contracorriente.
Cuando, hace año y pico, me convertí en madre, empecé a darme cuenta de que hay verdades que nuestros padres solo nos revelan cuando los hacemos abuelos. Y esta es una de ellas: que la paternidad es, entre otras cosas, un precioso y constante echar de menos a un niño.
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