Lo que no perdonan a Salman
Rushdie, desde la insignificancia de un escritor, ha recordado a todos los que creemos en un mundo libre que una sátira vale más que mil millones de ofendidos, y que el día en que lo olvidemos, no habrá más risas.
Como casi todos los seres humanos, un escritor es algo muy frágil. Incluso los que parecen poderosos, los que se adornan con premios Nobel y honores de prohombre. Incluso los que acumulan fortunas con las ventas de sus libros. Por más que parezcan gigantes a los ojos de quienes los admiran y hasta de quienes los detestan, los escritores son seres tan delicados que solo crecen bien en climas civilizados y democráticos. Viven expuestos a cualquier inclemencia, son terriblemente vulnerables a los ataques de los poderosos y están indefensos ante quienes responden con violencia a sus palabras. Hay quien cree que lo más difícil de este oficio es vencer a la página en blanco, cuando lo aterrador es defender la página escrita ante quien quiere borrarla. Muy pocos soportan los ataques sin retractarse, y no creo que haya más de media docena de personas en el mundo capaces de aguantar lo que Salman Rushdie lleva casi media vida aguantando. Esa sentencia de muerte perenne, esa certeza de que hay millones de sádicos que querrían cobrarse su cabeza sin reclamar siquiera la recompensa millonaria que acompaña a la fetua, por el mero placer de cortarla.
Eso es en el fondo lo que no le perdonan, su resistencia. Cualquier otro habría buscado un acuerdo, una forma de salvar el pellejo mediante la disculpa o, por lo menos, la desaparición, pero él incluso se regodeó en la herejía, para eliminar cualquier sombra de sospecha de remordimiento, con un libro autobiográfico que se lee sin pestañear, Joseph Anton. Rushdie no solo se ha negado a la muerte civil y literaria, sino que no ha dejado de escribir libros, engrandeciendo su nombre, acercándose peligrosamente al Nobel y recreándose en todos los placeres mundanos de la vida cultural occidental. Da conferencias, concede entrevistas y come con apetito y brinda con felicidad en todos los saraos a los que le invitan. Incluso se echa novias famosas que salen por la tele y hace cameos en series de televisión parodiándose a sí mismo, como en aquella temporada de Larry David en la que el protagonista quiere montar una producción de Broadway: Fetua, el musical.
Si algo caracteriza la imagen de Salman Rushdie es su risa y su sonrisa. No hay foto ni grabación en la que aparezca serio. Nada extraño en un escritor que se reclama cervantista y que ha heredado toda la sorna de la tradición británica. Sus carcajadas resuenan limpias en el cielo de los asesinos religiosos, que no conciben su persistencia en la alegría. Tal vez le perdonarían si dejara de reírse, si no militara de forma tan fanática en el placer de la civilización. Le perdonarían si, en vez de conversar, diera sermones; si en vez de chistes, predicara contra el pecado. Pero no ha habido manera. Rushdie, desde la conciencia de su fragilidad, desde la insignificancia de un escritor que solo tiene a mano sus palabras volanderas, ha recordado a todos los que creemos en un mundo libre que una sátira vale más que mil millones de ofendidos, y que el día en que lo olvidemos, no habrá más risas. Eso es lo que no le perdonan: ni los de la fetua ni los que templan gaitas con ellos.
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