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Andrés Manuel López Obrador
Tribuna
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La presidencia disruptiva de Andrés Manuel López Obrador

Son muchas las promesas no cumplidas y las decisiones inexplicables del Gobierno, como su relativa pasividad ante la expansión del narcotráfico y el descontrol de la violencia que ha adquirido proporciones sin precedentes

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, en Palacio Nacional.
Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, en Palacio Nacional.Hector Vivas (Getty Images)

“Nosotros no somos como los de antes”, repite una y otra vez el presidente Andrés Manuel López Obrador. Parecería que él mismo quiere convencerse de que es diferente a todos los presidentes anteriores, que su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional, Morena, es distinto al PRI, y que su Gobierno tampoco se parece a los precedentes. A simple vista la distinción entre el PRI y Morena no es tajante.

El triunfo electoral del lopezobradorismo ha renovado sólo parcialmente al personal político. Muchos morenistas fueron miembros del PRI, en primer lugar el propio López Obrador, que inició su carrera en ese partido en los años setenta del siglo pasado. En cambio, a las oficinas de Gobierno han llegado novatos que provienen de la militancia partidista, sin antecedentes en los laberintos de la Administración. Los contrastes y los acomodos entre el ayer y el hoy son el sello del Gobierno lopezobradorista.

Morena actúa como el partido hegemónico que fue el PRI, incurre en el mismo tipo de abusos de poder, y su comportamiento en procesos electorales, es muy similar al del antiguo partido oficial que pretendía fincar su hegemonía en una supuesta unanimidad. Con este propósito desarrolló un excepcional virtuosismo en las prácticas de defraudación del voto. El morenismo tiende a reproducir los reflejos hegemónicos del PRI, instigado por el liderazgo plebiscitario del presidente y por su determinación de construir mayorías electorales avasalladoras.

El crecimiento de Morena ha corrido paralelo al vaciamiento del PRI. Numerosos observadores y comentaristas ven en esta realineación, un indicador de que el pasado ha vuelto, que está en marcha la restauración del régimen priista, y que la democratización que vivimos los mexicanos desde finales de los años noventa es una experiencia fallida. Las semejanzas entre el pasado y el presente serían la prueba de la continuidad entre el régimen autoritario y la presidencia de López Obrador, y sus pretensiones de singularidad serían vanas.

Semejante apreciación supone que el lopezobradorismo es una fuerza que nace de las tradiciones de una sociedad estática. Sin embargo, este movimiento es producto primeramente de un contexto político y social en el que la democracia liberal enfrenta muy serios cuestionamientos en México como en todo el mundo. Desde esta perspectiva, el proyecto que encabeza López Obrador es la reacción de grupos sociales movilizados contra condiciones de vida deplorables, y contra la falta de expectativas. Su victoria electoral fue una sublevación populista en las urnas; el rechazo al neoliberalismo—esto es, a la globalización y a la democracia pluralista- fue el motor y la sustancia de ese triunfo, y hoy alimenta la popularidad del presidente.

Andrés Manuel López Obrador pertenece a la generación de hombres fuertes que han llegado al poder por la vía democrática, y han puesto en pie proyectos antidemocráticos. El presidente ejerce un liderazgo que se dice inspirado en la ruptura con la injusticia del orden existente; su estilo es semejante al de los líderes de Brasil, Perú, Venezuela, Hungría, Turquía, India, que explotan la fragilidad del sistema político y los desequilibrios sociales para modificar el statu quo, vía la descalificación del marco institucional y la exacerbación de los antagonismos sociales.

El objetivo de esta estrategia es implantar un Gobierno personalizado, que centraliza el poder con base en una representación binaria de la sociedad, que opone un “ellos” a un “nosotros” moralmente superior, la pureza de los “pobres”, víctimas de la corrupción de los “ricos” y de los “conservadores” que buscan impedir el cambio histórico que López Obrador ha emprendido desde la presidencia de la República.

El presidente inició su Gobierno en 2018 con la promesa de llevar a cabo una profunda transformación, que sería la sucesora de las tres etapas determinantes de la trayectoria histórica del país: la Independencia, la Reforma y la Revolución. Además se comprometió a que esta Cuarta Transformación sería no sólo radical sino rápida, porque, según él, era un problema simplemente de voluntad de la autoridad, y de remplazo del liderazgo político.

El populismo de López Obrador es más que un estilo personal de gobernar, porque se ha traducido en políticas específicas que responden al objetivo general de desestabilización del statu quo. Así se ha manifestado en la relación privilegiada que ha desarrollado con las fuerzas armadas, así como en sus persistentes esfuerzos por romper la alianza entre el Estado y las clases medias. Esto es, Andrés Manuel López Obrador, ha concentrado su ofensiva en dos de los pilares de la estabilidad posrevolucionaria: la despolitización del Ejército y la reconciliación con las clases medias. Las consecuencias de mediano y largo plazo de esta estrategia son difíciles de anticipar porque no sabemos si estamos frente a una ruptura que podría profundizarse, o si las circunstancias actuales son una disrupción que permite la recuperación de los aspectos positivos del pasado.

La Cuarta Transformación

La referencia inescapable del populismo en México es el Gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, emblemático de la tradición política mexicana que ve en el “pueblo” un protagonista central de la vida nacional, merecedor de políticas preferenciales y de beneficios de diferente índole. El ascenso al poder de López Obrador puede parecer vinculado a esta tradición. Sin embargo, son muchas las diferencias entre estas dos experiencias. El lopezobradorismo es una alternativa relativamente novedosa, que ve en la igualdad política una falacia, a la que antepone la promoción de los intereses populares. Reconoce que el voto es una fuente insustituible de legitimidad democrática, pero su concepto de democracia enfatiza aspectos distintos de las elecciones libres y limpias.

Para el populismo lopezobradorista la democracia es el bienestar de las clases populares, cuya realización no supone ceñirse a una vía institucional. A diferencia del populismo cardenista que cristalizó en sindicatos y ligas agrarias, y en el Partido de la Revolución Mexicana, PRM, el lopezobradorismo no cifra su trascendencia en instituciones, sino en la autoridad moral, en la firmeza del liderazgo personalizado del presidente, y en el cambio de mentalidad y de actitudes de la sociedad, inducido por la sustitución de las élites corruptas de la era neoliberal.

Durante la campaña electoral, López Obrador prometió mucho: tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico, la erradicación de la corrupción, el fin de la violencia y de la presencia del Ejército de las calles, y la reducción de la pobreza y la desigualdad. En el cuarto año de Gobierno el presidente puede mostrar resultados limitados, pero de ninguna manera despreciables: como el aumento del salario mínimo y de la recaudación fiscal, o la reorientación de algunos rubros del gasto social que han incidido positivamente sobre el gasto de las familias de bajos ingresos.

También han corrido con éxito programas que le han ganado la firme lealtad de grupos que gobiernos anteriores habían ignorado: la pensión universal para las personas de la tercera edad y Jóvenes Sembrando Futuro, que también reciben un estipendio mensual. El apoyo monetario directo a grupos de bajos ingresos y el aumento del salario mínimo han tenido un efecto positivo sobre la economía familiar, y explican en parte la inexpugnable popularidad del presidente que se mantiene constante en una tasa del 60% de aprobación. Sin embargo, el número de pobres ha aumentado entre 2018 y 2022 en casi cuatro millones de personas, al pasar de 42% a 44% de la población; y no hay certeza de que los programas de asistencia atiendan a las personas a las que están dirigidos, y tampoco hay información fidedigna respecto a cuánto ascienden esos recursos y cómo han sido distribuidos.

Son muchas las promesas no cumplidas y las decisiones inexplicables del Gobierno, como puede ser su relativa pasividad ante la expansión del narcotráfico y el descontrol de la violencia que ha adquirido proporciones sin precedentes.

Las políticas de la era neoliberal son la bestia negra del lopezobradorismo. López Obrador las culpa de todos los males que aquejan al país, desde la corrupción hasta el aumento en la tasa de divorcios y se ha propuesto eliminarlas del repertorio de opciones políticas, si no es que prohibirlas explícitamente. Este objetivo ha significado la reversión de reformas y decisiones de gran calado de gobiernos anteriores, como la reforma energética. Esta última es una muestra de la animadversión del presidente hacia la iniciativa privada, de su creciente hostilidad a la inversión extranjera y del desafío a los compromisos que adquirió el Estado mexicano con la globalización.

El presidente enumera como avances de su acción transformadora la desaparición de agencias y organismos gubernamentales o autónomos fundados en el período neoliberal que juzgaba superfluos, tales como las comisiones reguladoras, pero esta política ha afectado también a organizaciones no gubernamentales, y a franjas amplias de profesionistas y especialistas que han sido arrojados al desempleo. El cierre o el desmantelamiento de programas e instituciones que el presidente asocia a las políticas neoliberales se ha decidido sin previo análisis de las funciones que cumplían, de suerte que ha provocado una notable disminución de la capacidad estatal.

Los recortes y las supresiones distinguen efectivamente al lopezobradorismo del régimen del PRI que, al contrario, hasta la década de los ochenta impulsó la expansión del Estado. Paradójicamente, esta reorganización administrativa continúa reformas neoliberales que redujeron el intervencionismo estatal, para abrir el paso al mercado y a la inversión extranjera, pero los objetivos de AMLO son otros, concretamente combatir la corrupción que, según él, propicia el intervencionismo estatal.

El presidente muestra una actitud que es casi una obsesión, con el equilibrio presupuestal. La política económica también vincula al presente gobierno con los anteriores, incluso los supera en términos de la disciplina con que ha mantenido una política de austeridad, incluso cuando otros países recurrieron al gasto público para combatir les estragos económicos de la pandemia. En este respecto López Obrador se sitúa en una posición excepcional en el conjunto de presidentes populistas cuya política económica se caracteriza por el gasto excedentario. En el contexto del mediocre crecimiento de la economía, resulta difícil de justificar la prioridad de proyectos presidenciales faraónicos que absorben recursos que podrían destinarse a salud y a educación, que han sufrido recortes presupuestales muy importantes.

El presidencialismo de López Obrador

El presidencialismo del régimen autoritario era considerado un modelo de ejercicio desbordado del poder. Esta representación minimizaba los contrapesos que mal que bien lo limitaban: la constitución, el entramado institucional del Estado, el PRI, los expresidentes, moderaban la tentación de la personalización. Sin embargo, en los últimos tres años, la presidencia de la República ha adquirido una fuerza que las reformas neoliberales le habían arrebatado. La debilidad del Estado que provocaron las reformas neoliberales, ha restado contrapesos al poder, de suerte que López Obrador se ha beneficiado también de los desarreglos institucionales que acarreó el modelo neoliberal.

La fuerza que ha cobrado la presidencia de la República muestra un marcado parecido con el presidencialismo del antiguo régimen, autoritario y centralizador de recursos políticos y económicos. Sin embargo, el poderoso impulso hacia la personalización, es contrario al ánimo institucionalista del régimen autoritario. Tanto así, que la presidencia se ha impuesto al propio Estado, y lo ha desplazado como núcleo generador de poder. Así ha ocurrido porque más que presidente, López Obrador es un caudillo, un líder cuyo poder deriva de las emociones que despierta, de su capacidad para articular los agravios de los más desfavorecidos, más que de las instituciones de Gobierno.

La intención divisionista de los pronunciamientos presidenciales descrita, es completamente ajena a la tradición que veía en el presidente de la República un agente de reconciliación social y un símbolo de unidad nacional. Ahora, en cambio, el presidente es el paladín del “pueblo bueno”, que es víctima de élites corruptas y depredadoras.

López Obrador alimenta la desconfianza hacia las instituciones. Así, denuncia las autoridades electorales y la pluralidad política como muestra de hipocresía y manipulación, pero, sobre todo, promueve una relación directa entre el presidente y los ciudadanos sin intermediación de partidos o “medios mal intencionados” que deforman la información y obstaculizan la comunicación entre el presidente y la “gente”.

Al igual que otros líderes populistas de la actualidad, el presidente se ha propuesto cambiar la mentalidad de los mexicanos. Por eso promueve la relectura de la historia patria a partir de su muy personal interpretación de esa historia. Este propósito también está detrás de una política de comunicación social que maneja el mismo mandatario, que la ha asumido como responsabilidad personal y exclusiva.

El principal instrumento de esta política son las conferencias de prensa diarias llamadas mañaneras, que normalmente duran entre hora y media y dos horas, y son transmitidas por radio y televisión. Gracias a este ejercicio el presidente ha dominado la agenda política nacional, ha fijado los términos de la discusión pública y la ha orientado. Ha incidido incluso en el tono de las relaciones sociales que ha adquirido una rispidez inusual.

Uno de los efectos más significativos de esta política de comunicación ha sido la imposición a la opinión pública de las interpretaciones presidenciales de los problemas nacionales y de las políticas del Gobierno. En las mañaneras el presidente se dirige a las oposiciones, a sus adversarios personales con nombre y apellido como traidores a la patria emite condenas a supuestos actos de corrupción y repite rumores escandalosos con los que pretende exhibir la inmoralidad de las élites. Estas acusaciones, muchas de ellas sin fundamento, entretienen y distraen la atención de los problemas más graves del país: la extensión de la violencia, las contradicciones en el tratamiento de la covid-19, el estancamiento económico, el fortalecimiento del narcotráfico o la creciente complejidad de las relaciones con Estados Unidos.

Aparentemente esta política de comunicación ha tenido éxito y contribuye a explicar el apoyo popular a la Cuarta Transformación; el presidente ha sabido hacer de sus dichos políticos, hechos políticos. Poco importa si sus afirmaciones no encuentran sustento en la realidad, porque lo que él cree y lo que él ve, muchos están dispuestos a ver y a creer. Es el talento del populismo.

El nuevo pacto social que pretende forjar López Obrador lo ha llevado a decisiones que comprometen la posición de las clases medias y de las fuerzas armadas en el sistema político.

Las clases medias han sido blanco de repetidos ataques presidenciales. López Obrador se ha referido despectivamente a los “aspiracionistas”, que creen en la movilidad social, pero su ofensiva en este caso también se ha materializado en recortes presupuestales a la educación superior pública y a la cultura. Esta astringencia financiera rompe con el tradicional mecenazgo estatal a las artes y al desarrollo de la ciencia, y con el compromiso del Estado con el progreso de las condiciones de vida de estos grupos sociales. Uno de los argumentos presidenciales contra la Universidad Nacional, UNAM, que ha tenido un papel decisivo en la movilidad social, es que se ha “derechizado”. También ha llamado a los estudiantes a rebelarse contra las autoridades universitarias, y las élites intelectuales y universitarias, y los periodistas han sido para el presidente motivo de sorna, ridículo, escándalo y denuncia.

La autonomía de la autoridad electoral también ha sido objeto de una feroz ofensiva presidencial. López Obrador se ha pronunciado una y otra vez contra el Instituto Nacional Electoral, INE. Estos ataques se explican porque el presidente le reprocha al instituto su derrota en la elección presidencial de 2006, pese a que ni él ni sus seguidores han podido demostrar el triunfo que reclaman. Pero el embate presidencial contra las autoridades electorales también puede ser visto como una dimensión del ataque a las clases medias, en la medida en que el sufragio libre y el pluripartidismo son las formas preferidas de participación de estos grupos sociales.

López Obrador ha atribuido recursos y responsabilidades a las Fuerzas Armadas, y ha incrementado significativamente su peso y capacidad de influencia en el proceso de toma de decisiones del Gobierno en áreas por completo ajenas a su tarea fundamental de defensa del territorio nacional.

Esta atribución ha sido acompañada de recursos millonarios. Este privilegio no está exento de riesgos; primeramente, el de fracturar la corporación, y, segundo, el riesgo de corrupción, pues la operación de los organismos y la disposición de los recursos financieros escapan al escrutinio público porque las Fuerzas Armadas responden únicamente al presidente de la República. En cambio, las clases medias han sido despojadas de la capacidad de influencia que las diferenciaba de las clases populares.

Por ahora no es posible anticipar si estos cambios serán duraderos; el arraigo de la posición de estos actores políticos en las relaciones de poder y en el arreglo institucional es tan profundo que parecería que se necesitan más de seis años y decisiones más radicales que las presupuestales para modificarlos. Por consiguiente, es muy probable que el sucesor o la sucesora de López Obrador cambie esos objetivos, si no es que los abandona del todo.

Conclusiones

En 2024 termina el mandato de López Obrador y está programada la elección de su sucesor. La misma atmósfera que rodeaba a los presidentes priistas y al PRI al acercarse la sucesión, se ha apoderado del entorno presidencial y de funcionarios y políticos. Nada parece haber cambiado desde 1994, cuando Carlos Salinas ejerció el dedazo para elegir a Ernesto Zedillo. En este tema López Obrador es inequívocamente como los de antes, y se ha propuesto defender esa prerrogativa y proteger a la Cuarta Transformación de las veleidades de un electorado imprevisible.

Todo gobernante se preocupa por la continuidad de su obra, por la supervivencia de sus decisiones cuando haya perdido la capacidad de defenderlas de sus sucesores, porque no hay ninguna seguridad de que las respeten. La amenaza del futuro es particularmente apremiante para quienes han cifrado la fuerza de su Gobierno en su persona. Por esta razón algunos presidentes han soñado con la reelección, pero el enorme simbolismo que implica alterar la regla de oro del régimen, la no reelección presidencial, los ha obligado a limitarse y elegir ellos mismos a su sucesor, que no es poca cosa, según su leal saber y entender.

El destino de la obra de un líder está determinado por la ineludible finitud de la vida, de ahí que a los populistas les cueste trabajo hablar del futuro, y se concentren en la reconstrucción del pasado y en la denuncia del presente. Para ellos el tiempo no es un aliado, sino un adversario.

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