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Columna
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Guerra y paz

No corresponde a los aliados decidir cuánto y cuándo ceder en una negociación de paz, si acaso hay que ceder algo

Vista de los bloques de apartamentos destruidos en la ciudad de Borodyanka, cerca de Kiev (Ucrania), este viernes.
Vista de los bloques de apartamentos destruidos en la ciudad de Borodyanka, cerca de Kiev (Ucrania), este viernes.OLEG PETRASYUK (EFE)
Lluís Bassets

Se sabe cómo empiezan pero no como terminan, ni cuánto pueden durar. Quienes las comienzan tienen sus motivos, que suelen ser distintos cuando las acaban. Sus efectos de destrucción y de muerte alcanzan más allá de los campos de batalla y de los países implicados. Todo lo transforman: a los dirigentes políticos que las libran, a las naciones enzarzadas, a los combatientes y a los civiles. También a sus aliados y a quienes se pretenden neutrales o equidistantes.

Nunca se sale de una guerra tal como se ha entrado. Las mentalidades y la psicología de cuantos participan en ellas, armas en mano o como pasivos ciudadanos de los países enfrentados, sufrirán cambios y lesiones irreversibles. Afectan incluso a quienes las observan a distancia, fuera de los campos de sangre. Y más en nuestra época de interdependencias, que convierten una guerra circunscrita a un continente y un territorio en cosa de todos.

Avisados por la pandemia, la idea de la muerte ocupa nuestros días y sobre todo nuestras noches, cuando suenan las sirenas y los ucranios bajan a los refugios. No saldremos mejor, no. Saldremos diezmados y atemorizados. Y en Ucrania, viudos y huérfanos, heridos y mutilados, unidos por la pena y el recuerdo de los fallecidos y por el privilegio terrible y el doloroso castigo de la supervivencia.

La guerra hace y deshace imperios y naciones a su gusto, que suele ser errático e imprevisible. Veremos en qué quedan los ensueños imperiales rusos, cómo serán la nación ucrania nacida de estos ríos de sangre y la Europa unida por esta embestida inesperada de la partera de la historia.

Estamos ahora en la fase más cruenta del choque de fuerzas. Ninguna de las dos se ha demostrado capaz de derribar a la otra ni someterla a sus designios. Nadie flaqueará mientras queden energías en ambas partes —soldados y munición— con las que alimentar sus ambiciones, que en su grado máximo es la misma: recuperar y poseer Ucrania entera.

En cuanto se llegue a un equilibrio, será la hora del alto el fuego y de la negociación. Se producirá si Rusia consigue de pronto lo que no ha conseguido hasta ahora, que es arrollar a su enemigo; o si es Ucrania la que súbitamente coloca a los rusos a la defensiva. Concederá quien tenga desventaja y aceptará quien, llevando la iniciativa, mantenga un atisbo de inteligencia política y sepa resistirse a la pasión guerrera.

Nadie podrá decidir por ellos. No corresponde a los aliados decidir cuánto y cuándo ceder cada uno, si acaso hay que ceder algo. Hace ya años que de las guerras no salen vencedores ni vencidos. Será el momento del retorno a la política. A la vista de la nueva correlación de fuerzas, ganará quien sepa convertir el desenlace de las armas en la paz, y la paz en un orden justo y duradero, tareas fuera del alcance de Putin. Inhabilitado por su guerra, mientras siga en el Kremlin no habrá paz en Ucrania ni unas relaciones razonables de los europeos con Rusia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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