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Fondo y figura

Mirar es un acto difícil, trasladar la mirada al lienzo puede proporcionar un placer inmenso

Fondo y figura / Paula Bonet

Están por tu zona, dicen que llaman al timbre en cinco minutos.

Me apuro para abrir puertas de ventanas y balcón, recogerme el pelo sucio después de tres días con fiebre, lavarme de nuevo la cara, y buscar una mascarilla nueva en el cajón de la entrada. Diez minutos después entran en casa dos señores con un rollo de cartón de metro y medio de ancho debajo del brazo y se quedan mirando la pintura de la entrada. ¿Es esta? Está dentro, les digo. Saco la cámara y filmo cómo la descuelgan y la apoyan en la mesa. Desenrollan y colocan el cartón en el suelo, como si fuera una sábana bajera. Después disponen la pintura de dos por dos metros encima de él, boca abajo, y dejo de ver la imagen con la que he convivido durante casi un año. Sacan la cinta de embalar y amortajan el cuadro. Cuando se lo llevan, cualquiera pensaría que acabo de perder a un ser querido.

Tumbé la pieza en el suelo para pintarla: derramé barnices y cantidades generosas de aguarrás sobre su superficie. Después coloqué pequeños tacos de madera en zonas muy concretas del bastidor para jugar con la inclinación del piso y borrar los gestos de mis manos. Cuando la imagen se asemejó a aquello que buscaba, dejé el lienzo en el suelo del taller hasta que la superficie quedó totalmente seca. El ser querido que acaba de dejarme es de color blanco, es el último de una serie de 158 piezas. Busqué, al pintarlo, poner luz al aire limpio que sentía que empezaba a respirar. Pensé que no iba a poder separarme de él, pero ya no está y no lo echo tanto de menos. Queda solo el aire limpio.

Estoy por su zona, le llevo un paquete. La empresa no nos permite subir los bultos, tendrá usted que bajar. Es un poco grande.

Me apuro para recogerme el pelo, lavarme de nuevo la cara, y buscar una mascarilla nueva en el cajón de la entrada. Llaman al timbre y bajo a recoger un paquete de dos por dos. Los lienzos que encargué hace poco más de un mes llegan un día después de la partida de mi ser querido. Rompo la caja de cartón deslizando una llave por la cinta de embalar y saco el primer lienzo. Huelo la cola de conejo. Paso la mano por la superficie de lino imprimada sin material de carga, tensada como la membrana de un tambor. Respiro y cargo con el lienzo hasta llegar al segundo piso. Vuelvo a lavarme la cara y bajo a por el segundo. Los coloco uno al lado de otro y me tienta la idea de pintar el primer dos por cuatro de mi vida. Necesitaré otro caballete. O cuatro cajones de naranjas, pienso mientras me ducho y me visto para ir al taller que comparto con mis alumnas.

Hoy pintaremos en el patio. Colocamos la escultura de Hipólita Sforza encima de un taburete y la rodeamos de telas negras. Les explico cómo han de trabajar el primer cartón y por qué al colocar los colores en la paleta conviene alejar los complementarios. Empiezan. Me gusta observarlas de lejos. Me parece igual de interesante lo que sucede en la superficie del cartón que lo que expresan sus rostros. Fruncen el ceño. Se alejan. Trabajan la mezcla con la paletina más ancha. Saben que pintar no es solo depositar pintura en una superficie y que lo que sucede entre el modelo y ellas puede ser más importante que el gesto final. Pienso en mi dos por cuatro.

¿Conocéis el placer de diluir la pintura con aguarrás? ¿Habéis pintado alguna vez sin pensar en que aquello que hacíais iba a verlo alguien? Qué agotador es esto, dice una de mis alumnas. Llevan media hora delante del cartón trabajando únicamente dos manchas. Fondo y figura. De lo general a lo particular, les digo. Mirar es un acto difícil, trasladar la mirada al lienzo puede proporcionar un placer inmenso. Hace poco me preguntaron qué le diría a un estudiante de pintura para que no dejara de pintar. ¿Quién querría dejar de hacerlo, si el placer solo puede ir en aumento?

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