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Columna
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Refugiados cristianos y blancos

¿Sólo sentimos apego por las personas cercanas? ¿Cuán lejanas son las fronteras (físicas o imaginarias) que cruza nuestra compasión? ¿Dónde acaba nuestra preocupación por el otro?

Ilustración Máriam
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

¿Sólo sentimos apego por las personas cercanas? ¿Cuán lejanas son las fronteras (físicas o imaginarias) que cruza nuestra compasión? ¿Dónde acaba nuestra preocupación por el otro? Lo pregunto porque la acogida de los miles de mujeres y niños que huyen de la guerra desatada por Putin en nuestro continente ha provocado una ola de solidaridad ciertamente conmovedora, pero es inevitable recordar otros ejemplos donde la Unión Europea no actuó así. La solidaridad polaca acogiendo a los ucranios contrasta con la cruel manera con la que trató a los afganos e iraquíes atrapados en su frontera con Bielorrusia este mismo año. Por supuesto, la estrechez emocional de nuestros apegos locales no es exclusiva de autocracias competitivas como Hungría y Polonia: muros y políticas hostiles se levantaron en 2015 por toda Europa, salvo en Alemania, para bloquear el paso a los sirios, ¿lo recuerdan? Pero hoy damos un estatus especial a los ucranios.

Estos ejemplos ayudan a entender de qué forma nuestras fronteras se levantan según nuestro atrofiado imaginario moral, y por qué Europa ha renunciado a la universalidad de sus principios. La universalidad del derecho de asilo, plasmada en la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados, contiene un ideal: la obligación moral de prohibir cualquier discriminación “por motivos de raza, religión o país de origen”. Sin embargo, el hecho de abrir las puertas a los ucranios como no lo hicimos con afganos o sirios plantea interrogantes incómodos sobre el sesgo cristiano y blanco de nuestras políticas de asilo, mientras discriminamos alegremente a quienes vienen de Oriente Próximo o África. Incluso con la actual guerra, hay episodios que llaman la atención, como los testimonios que denuncian el supuesto trato discriminatorio hacia los estudiantes africanos que intentaban cruzar la frontera con Polonia y Hungría.

Y ahora que despierta al fin el sentimiento de un nosotros europeo, me pregunto si podremos educar nuestra capacidad de empatizar con quienes sentimos lejanos a nuestra cultura o aspecto físico, no sea que el “nosotros europeo” sea el caldo de cultivo para la peligrosa ilusión de una Europa “blanca”, ensimismada y cerrada. ¿Ampliaremos nuestro horizonte ético? Propugnar la acogida de refugiados es impulsar ese pensamiento universal que decimos defender, aunque se pretenda distorsionar sustituyéndolo por la raza y el color: universalizar sí, pero con nuestro sesgo. El virus del miedo y el desprecio al otro se expanden por el mundo con más fuerza que la universalidad del derecho de asilo, pero la guerra de Ucrania podría lograr asentar el precedente de una auténtica política migratoria y de asilo europea, fiel a nuestros principios y leyes. Quizá, esta vez, nuestra ética sea algo más que el habitual egoísmo perfeccionado por la prudencia, porque tras Ucrania, ¿cómo negar la necesidad de un mecanismo para compartir equitativamente entre los 27 la acogida de refugiados?

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