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La Constitución no exime al Rey de responsabilidad penal

Sería beneficioso para la Monarquía promulgar una ley orgánica que amplíe las competencias del Tribunal Supremo para paliar los efectos desmoralizadores que provoca la impunidad de la corrupción

Tribuna Martín Pallín 1/04/22
EDUARDO ESTRADA
José Antonio Martín Pallín

Es muy difícil asimilar, en una sociedad democrática, que una persona pueda transitar a lo largo del Código Penal, cometiendo toda clase de delitos, sin que se le pueda exigir responsabilidad. Las claves para desechar tan insólita posibilidad se encuentran en los textos constitucionales. Según nuestra Constitución, vivimos en una monarquía parlamentaria, sistema político, en la que las Cortes Generales (Congreso y Senado) representan al pueblo español, único titular de la soberanía nacional. El Título II, dedicado a la Corona, establece que el Rey es el jefe del Estado. Si el legislador constitucional se hubiera detenido este punto, los tratados internacionales sobre Inmunidades y Privilegios de los jefes de Estado y la totalidad de las constituciones democráticas nos hubieran dado las pautas para determinar, sin duda alguna, que su exención de responsabilidad alcanzaba solamente a los actos realizados en el ejercicio de su cargo. Pero sin causa que lo justifique, el artículo 56.3 establece que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Esta distinción inexplicable, entre el Rey como jefe del Estado y el Rey como persona, investido de una especie de gracia divina, que le hace absolutamente inviolable e irresponsable, nos sitúa en épocas remotas, superadas por el propósito de establecer una sociedad democrática avanzada, que proclama el preámbulo de nuestra Ley Fundamental.

El artículo 66.3 de la Constitución proclama que las Cortes Generales son inviolables y, en consecuencia, y como establece el artículo 71, los diputados y senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones. En consecuencia, el Rey, como jefe del Estado, no puede ostentar una condición superior a la de los representantes del pueblo español, titular de la soberanía nacional.

Nadie puede estar por encima de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico constitucional. Entre ellos se encuentra la justicia y la igualdad, además de la libertad y el pluralismo político. Su supremacía sobre cualquier otra norma no admite discusión. ¿Es justo e igualitario que la persona del Rey y no la del jefe del Estado, sea inviolable e irresponsable? Rotundamente, no. Cualquier malabarismo jurídico para sostener afirmativamente esta cuestión, choca frontalmente con los valores superiores de nuestro ordenamiento constitucional. La Constitución, al establecer las funciones que corresponden al Rey se está refiriendo a actividades propias del jefe del Estado: entre ellas, el mando supremo de las Fuerzas Armadas, la convocatoria y disolución de las Cortes o proponer el candidato a presidente del Gobierno. En ninguna de ellas cabe la posibilidad de cometer delito alguno, sin perjuicio de la crítica política que pueda hacerse a las decisiones que adopte.

Al margen de las funciones constitucionales que se le encomiendan como jefe del Estado, el comportamiento personal en el resto de sus actividades y vida privada deben ser valoradas y, en su caso, criticadas, en un plano de igualdad con el resto de los ciudadanos, salvando por supuesto, su interés y relevancia informativa. El principio de igualdad ante la ley que recoge la Constitución se ve reforzado por todos los textos internacionales de derechos humanos firmados por España e incorporados a su legislación. Según ellos, todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y todas las personas son iguales ante los tribunales de justicia.

A pesar de todas estas consideraciones, no podemos desconocer que la doctrina constitucionalista se divide entre los que consideran que la inviolabilidad se limita a los actos propios de su función como jefe del Estado, los que consideran que dicha magistratura se escapa a la acción de la justicia penal y los que incluso sostienen que la inviolabilidad e irresponsabilidad alcanza al ámbito civil, eximiéndole de cualquier obligación que nazca de sus relaciones personales. Semejante desmesura no encaja en la razonabilidad y coherencia que se exige a cualquier jurista. Me parece una interpretación de muy baja calidad jurídica y democrática.

Me llama la atención que nadie haya dedicado un comentario al principio de irresponsabilidad, asociado innecesariamente al de inviolabilidad. Con arreglo a nuestro sistema normativo, en el ámbito penal, las personas que no están sujetas a responsabilidad son, entre otras, los locos o los que sufren trastorno mental transitorio. En el campo del derecho civil son irresponsables los incapacitados o los insolventes, también conocidos tradicionalmente como pobres de solemnidad. El legislador constituyente podía haberse ahorrado esta mención, de connotaciones peyorativas, ya que bastaba con la inviolabilidad, interpretada extensivamente, para poner a la persona del Rey a salvo de cualquier reclamación.

No creo que sea necesario modificar la Constitución, en lo que se refiere a la inviolabilidad, siempre que esta se interprete en sus justos términos (primacía de la soberanía nacional e igualdad ante la ley) y con arreglo a las pautas del Derecho Internacional. España ha renunciado a la inviolabilidad del Rey, en relación con los delitos que son competencia del Tribunal Penal Internacional, y se ha considerado innecesario activar el complicado mecanismo previsto para modificar el Título relativo a la Corona.

Los decretos de la Fiscalía General del Estado contienen un excelente y cuidadoso relato de los acontecimientos, realizado con una claridad y precisión lingüística digna de encomio. Todos los que lo lean tienen la oportunidad de conocer las andanzas delictivas de la persona del rey emérito cuando se encontraba en el ejercicio de sus funciones constitucionales y después de su abdicación. En mi opinión, peca de una cierta incongruencia que, dadas las circunstancias, puede ser comprensible. Si se parte de la absoluta inviolabilidad del Rey, lo lógico hubiera sido centrarse en la regularización fiscal con la Hacienda Pública. Ahora bien, reconozco que le hubieran llovido las críticas por dejar al margen hechos cuya relevancia penal, prescrita o no perseguible, no se podía hurtar al conocimiento de la sociedad española.

Según las teorías de la inviolabilidad absoluta, el único hecho que podría enjuiciarse sería el derivado de la famosa regularización fiscal con la Hacienda Pública. El Ministerio Público la da como válida con la consiguiente exención de la pena. En mi opinión, la cuestión se ha cerrado en falso porque queda abierta la posibilidad de una querella que reconduciría los hechos a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que es el único órgano que puede decidir si verdaderamente la regularización se ha realizado de manera correcta y con las formalidades legales. Si acepta la tesis de la Fiscalía, dictaría un auto de sobreseimiento y archivo que cerraría definitivamente la responsabilidad penal.

Ahora bien, llegados a este punto y considerando que no es propio de las funciones de un jefe de Estado blanquear capitales, recibir donaciones injustificadas o defraudar a la Hacienda Pública, lo cierto es que nuestro sistema procesal se enfrenta a un agujero negro por el que se diluiría la posibilidad de exigir responsabilidades penales. En nuestras leyes no existe el juez competente predeterminado por la ley que pueda juzgar al jefe del Estado por hechos no relacionados con sus funciones. Según la Ley Orgánica del Poder Judicial, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo no tiene competencia para enjuiciarle. Es urgente, y no tiene mayores complicaciones, promulgar una ley orgánica que amplíe sus competencias, extendiéndolas también a la Reina consorte o el consorte de la Reina y a los Regentes, según las previsiones constitucionales. Basta la mayoría absoluta.

Creo que sería beneficioso para la Monarquía y para paliar los efectos desmoralizadores que provoca la impunidad de la corrupción.

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