No quiero ver el color
La defensa de las minorías es en gran parte una falacia, un sermón ideológico que necesita que el negro, la mujer o el moro sigan siendo vistos como el negro, la mujer y el moro de hace 50 años para que otros puedan ostentar su superioridad moral
Hace unos meses, un amigo llegaba a casa por la noche y se encontró con un matrimonio vecino en la calle. Estaban muy alterados. Buscaban a un hombre que había cortado la cadena del garaje y, al verlos llegar, había salido corriendo. Antes de aparcar, este amigo dio una vuelta para ver si lo encontraba. En efecto, lo encontró, llamó a la policía y avisó al matrimonio. Tanto él como ella le reprendieron porque la única razón por la que querían localizar al ladrón era para devolverle la cizalla que se había dejado olvidada al verse sorprendido. No pretendían llamar a la policía, porque el ladrón era negro y ellos no eran racistas.
Absurdo.
Verídico.
Absurdo hasta para mí, que no me caracterizo precisamente por favorecer ningún tipo de autoridad. Absurdo y deshonesto, pues dudo que la pareja se preocupara por las consecuencias de una posible detención. El hecho de que se desvincularan de la realidad del robo con tal sandez sólo puede responder a la hambrienta necesidad de exhibirse como ejemplo de moderación y tolerancia; una tolerancia que no tiene que ver con la comprensión hacia el otro, hacia el hombre, sino una condescendencia vergonzosa hacia el hombre negro. Sólo ven el color.
Negro, blanco o cualquier color. También es lo primero que veo al conocer a alguien. Durante los primeros instantes su color es el indicativo que va a determinar mi conducta inicial hacia esa persona. Al escribir esto no ignoro que muchos pueden juzgarme, pero también sé que al escribir lo contrario —es decir, que hasta hace muy poco yo no veía el color— también me sentenciarán, porque no ver el color es imposible, dirán, todos estamos condicionados por un racismo inherente a nuestro propio tono de piel al nacer. Todos, excepto, claro está, los blancos que hacen del mensaje antirracial una suerte de salvoconducto que les permite alzarse como moralmente superiores. El problema es que, en la mayoría de los casos, esta olimpiada por identificarse como imprescindible en el devenir social —es decir, no racista, no especista, no tránsfobo, no binario o no cualquiera de las ya miles de variantes de estas fallas del alma humana— empieza y termina en esta misma proclamación. Detrás del mensaje no suele haber nada, y mucho menos un verdadero compromiso solidario. No veo que la situación social haya mejorado desde que batallamos por clasificar y asignarnos un puesto dentro de la defensa de cualquier minoría; es más, la mordaza del mensaje es tan potente que se anula a sí misma. Ya no se puede decir, por ejemplo, que la explosión demográfica en África sigue siendo un problema. Estamos inmersos en una suerte de totalitarismo ideológico que responde a los mismos mecanismos que Hannah Arendt asignaba a los totalitarismos del siglo XX: un fanatismo que tiene mucho más que ver con una lógica de la idea desarraigada de la realidad que con un pensamiento vinculado a la libertad, la reflexión o el sentido. No se privilegia la humanidad de las ideas que se defienden, sino únicamente los mecanismos por los cuales estas ideas funcionan y se retroalimentan en un plano muy ajeno a la acción progresista. En un momento en que aparentemente la defensa de ciertos principios importa más que nunca, resulta paradójico que el compañerismo y el bienestar social se manifiesten seriamente perjudicados, y el ser humano va quedando reducido a un charco de abstracciones que no son más que una tentativa de dominio absolutamente individual y agresivo.
Todo o casi todo es cosmética. Lo que se sigue llamando ideología es una mujer europea o norteamericana de piel y ojos claros que se riza el cabello a lo afro y utiliza maquillaje oscuro para legitimar ante los demás su discurso reivindicativo por los derechos de la comunidad afroamericana. Este personaje no es ficticio; existe en la figura de Rachel Dolezal, mujer norteamericana y blanca que durante 10 años se hizo pasar por descendiente afroestadounidense y llegó a presidir la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color (NAACP). Dolezal insiste en que su identidad es negra y, por tanto, no ha engañado a nadie, mientras que sus detractores la excomulgan de la comunidad porque, al ser blanca, no puede tener idea de lo que realmente significa ser negra. Sin embargo, a pocos les extraña que un señor nacido y crecido con el nombre de Andrés, pero que ahora se llama Anna, trans y negro, se indigne de que una mujer blanca se identifique como negra. De nuevo, el absurdo, absurdo por la absoluta arbitrariedad de los discursos, que ni siquiera se detienen en preguntas esenciales: ¿en qué principios culturales, éticos o biológicos nos basamos para defender que el sexo con el que nacemos es fluido, pero, sin embargo, no podemos desprendernos de ninguna manera de nuestro tono de piel? ¿Es la identidad racial una cualidad más inherente al ser humano que la identidad sexual y por tanto se le asigna un mayor estatismo? ¿Qué somos primero, sexo o color?, ¿sexo o lugar de nacimiento? Lo curioso es que, ante la dificultad de respuesta a estas cuestiones, frente a las que yo personalmente titubeo, una inmensa mayoría parece estar dotada de una clarividencia que le permite discernir sobre las identidades de los otros, nada menos.
Uno de los peligros de la ideología hoy es que está desvinculada del problema en sí, y más bien se utiliza como seña de identidad; sólo tiene que ver con nosotros mismos y nos separa del resto del mundo, porque el resto del mundo sólo importa en la medida en que lo usamos para ubicarnos en nuestro reducido núcleo de otros que no nos van a llevar la contraria. Nos definimos hasta el punto de que uno tiene problemas para mantenerse al día de todas las consideraciones que hay que tener en cuenta para dirigirse a alguien desde su naturaleza sexual, racial, de género. Es un etiquetado que sólo deshumaniza en un mundo de farsantes, más cínico que nunca, más vacío, donde los verdaderos activistas, los más silenciosos y efectivos, no son escuchados porque no requieren ser vistos. Esto responde a una lógica similar a la de aquellos que se oponían a la erradicación de la mendicidad en la España del Siglo de Oro. De acuerdo con la doctrina de la Iglesia, la conservación de la pobreza era necesaria para que los ricos pudieran practicar la caridad de la limosna y ganarse así la salvación de su alma. ¿Y cómo se aseguraba la limosna? A través del sermón. El poder del sermón cumple hoy, mediante su adoctrinamiento, una función similar a la que ejercía hace cinco siglos. Esta defensa de las minorías es en gran parte una falacia, un sermón ideológico que necesita que el negro, la mujer o el moro sigan siendo vistos como el negro, la mujer y el moro de hace 50 años para que otros puedan ostentar su superioridad moral. El discurso ideológico es la limosna contemporánea, el ejercicio de caridad de los privilegiados de hoy. La defensa de los derechos de los más desfavorecidos es cada vez más un simulacro que lubrica el engranaje de un mundo especialmente desconsiderado y cada vez más racista. No quiero ver el color, no quiero exhibir mis limosnas, y, desde luego, no acepto sermones que sólo se pronuncian para beneficio y exhibición de unos párrocos consentidos.
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