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Columna
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Desincronizados

La presidencia pactada en Castilla y León suena a un muñeco de guiñol que mueve la boca mientras un discurso ajeno se la llena de palabras gastadas

Toma posesion  Mañueco
El líder de Vox en Castilla y León, Juan García-Gallardo y el presidente en funciones de la Junta de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, se abrazan en el acto de constitución de las Cortes de Castilla y León, el pasado 10 de marzo, en Valladolid, Castilla y León.claudio Alba (Europa Press)
David Trueba

La sincronía es un hábito tan natural que apenas prestamos atención a su magia. Asistimos al milagro de que la voz de otro alcance nuestra perfecta escucha simultánea y consideramos que ese fenómeno es inquebrantable. Y no es así, todo puede desincronizarse. Se supo cuando llegó el cine sonoro y a veces los labios del actor perdían la pauta de la voz. Entonces el auditorio gritaba para despertar al proyeccionista que arreglara el desaguisado. La desincronía también existe en la política y un ejemplo perfecto es la configuración del nuevo Gobierno en Castilla y León. La reunión de un partido de centroderecha con su escisión populista para repartirse las carteras era una obviedad anunciada. Pero quizá una coalición así impulsada por las urnas queda desfasada desde el momento en que los misiles rusos comenzaron a atacar Ucrania el 24 de febrero. Porque nos ha costado entender que Putin fue la primera figura del populismo autoritario que luego se expandiría por el resto de Europa. La democracia incipiente tras la caída del bloque soviético, degeneró en Rusia y sus satélites en un robo de proporciones inenarrables. Los ciudadanos culparon a la libertad del hecho de que unos avispados corruptos se hicieran con todo el dinero que faltó, y vaya si faltó, al hombre corriente. Pero no fue culpa de la democracia, sino de la ausencia de esta con sus controles institucionales y una mínima separación de poderes.

Desde entonces, la figura de Putin ha sido un faro que ha guiado cada movimiento desestabilizador de las democracias europeas. Se ha aliado con todo populismo ya fuera secesionista, ultranacionalista o contestatario. Y la partida se le puso completamente a favor cuando llegó a la Casa Blanca el nacionalpopulismo encarnado por Trump. Para entonces, países como Polonia y Hungría habían adoptado el discurso de firmeza iliberal y las democracias más consolidadas de Europa como la francesa, la alemana y la italiana vieron crecer sus alternativas ultras como nunca había ocurrido desde la Segunda Guerra Mundial. Pero la salvaje invasión de Ucrania ha venido a alumbrar lo oscuro que guardábamos en nuestras entrañas. No se trataba, como clamaban, del miedo a las nuevas costumbres sociales. Tampoco del pavor contra la inmigración ni del terco empeño por seguir rebajando a la mujer a la categoría de zapatilla de andar por casa, ni de la condena a los gays y transexuales a servir de atracción en espectáculos de revista. Ahora sabemos que el autoritarismo es la negación de los derechos humanos en nombre de una idea nostálgica de poder local.

Nada hay más desincrónico que pretender que esa agenda populista es lo que necesita Castilla y León para resolver sus problemas de despoblación y desigualdad social y geográfica. Por eso la presidencia pactada suena a un muñeco de guiñol que mueve la boca mientras un discurso ajeno se la llena de palabras gastadas. Estamos a horas de que el alarde bélico del populismo nacionalista provoque otra matanza de inocentes en las escalinatas de Odesa.

Será 100 años después de que esos escalones ideados por un arquitecto italiano sirvieran para rodar en El acorazado Potemkin la secuencia más significativa de la historia del cine. Claro que estamos desincronizados, y es un desastre que suceda cuando la democracia necesita de pactos entre moderados, afán de entendimiento y esfuerzo por promover la convivencia pacífica.

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