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columna
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Sólo finales infelices

Hablé por teléfono con un amigo que me preguntó si estaba seguro. Seguro de qué, ¿de que tenía que denunciar? Discutimos

Sucesos Alzira
Vehículo de la Policía Nacional.POLICÍA NACIONAL (Europa Press)
Manuel Jabois

Hace dos sábados, ella invitó a su amiga y su novio a casa; él bebió y le acabó pegando una paliza a su amiga. Ella se metió en medio, y él le dio una patada en la espalda y la empujó contra la pared tirándola al suelo. Yo la vi dos días después y cojeaba, no podía mantenerse recta. Le pregunté si había denunciado y me dijo que no porque habla muy mal el idioma. Le pregunté si había ido al hospital y me dijo que no porque llevaba dos días en cama. No pregunté más porque la estaba haciendo sentir mal. Que es una cosa que se hace mucho, la de exhibirse como buena persona aún a costa de que la víctima parezca tonta.

Le dije que tenía que denunciar y que iría con ella a comisaría. Le pregunté si estaba de acuerdo. Dijo que sí. De camino nos encontramos, cerca de la SER, a María Barranco, que había entrado o iba a entrar en el Hoy por Hoy. Fue un encuentro rápido en el que intercambiamos un par de buenas noticias; lo recuerdo porque me chocó, cuando reemprendí la marcha, el abismo que nos separaba a María y a mí de aquella mujer extranjera tan perdida y tan sola, con aquel horizonte de mierda.

En la comisaría del distrito de Moncloa en Madrid, una agente, con tacto y amabilidad, nos pidió que fuésemos a por el parte de lesiones y volviésemos con él. De camino, ella decía, llorando y en un español muy básico, que nunca nadie le había puesto la mano encima: “Ni mi padre, mi madre ni nadie”. Que esa amiga era una de las pocas que tenía en España, y que le había pedido que no denunciase porque su novio era así, un buen chico que cuando bebía perdía “un poco” la cabeza y le pegaba, pero ella jamás lo denunciaría porque cuando “no bebía” era un buen novio. También le había dicho esa amiga que, si denunciaba, se atuviese a las consecuencias. ¿Y él? Él le dijo que si lo denunciaba le volvería a pegar. Me preguntó qué me parecía. Le dije que ese hombre iba a acabar matando a su amiga.

Fue sola a un hospital cerca de su casa para que la examinaran. Hablé por teléfono con un amigo que me preguntó si estaba seguro. Seguro de qué, ¿de que tenía que denunciar? Discutimos. Me dio contexto: el hombre, además de tenerla aterrorizada a partir de ahora, le puede dar una paliza con peores consecuencias; su amiga le va a hacer la vida imposible y es probable que el círculo de su amiga también. Lo mejor era denunciar, pero advirtió de que nuestra postura de hombres españoles con vida despejada era muy cómoda: la postura de ella tenía más aristas.

La llamé por teléfono para saber qué le habían dicho en el hospital. Me dijo que, como el dolor lumbar que le impedía caminar con normalidad no tenía señales visibles, no incluían nada en el parte. Le pedí, como nos había avisado la agente de Policía, que el médico hiciese constar lesiones internas. No lo hizo. “Pero denunciaré igual”.

Dos días después, su país fue invadido por Rusia y sus padres ahora duermen vestidos en un sótano cuando suenan las alarmas aéreas. Ella pasa los días hablando por teléfono con su casa y viendo vídeos de combates y bombardeos en su ciudad natal. Quiere traer a su madre a España. No quiere problemas aquí. No ha denunciado. Ha hablado con su amiga; él ha prometido no volver a su casa ni volverle a hablar.


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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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