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Tribuna
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El odio romántico

Un virus ha vencido nuestra paciencia y, como sociedad, nos hemos enamorado del resentimiento. Deberíamos revertir esa tensión, y un posible camino para ello es la abstracción como la entendía Kant

Un hombre camina ante un mural dedicado al coronavirus, el jueves en Bombay.
Un hombre camina ante un mural dedicado al coronavirus, el jueves en Bombay.Rafiq Maqbool (AP)

Hemos odiado mucho en los dos últimos años, quizá demasiado. Hemos aborrecido con soltura y derroche, a ratos con vulgaridad y a veces con estilo, colmados de tirria pandémica, agotadoramente. Pero nuestra antipatía se ha caracterizado por una cualidad peculiar, que no la salvaba, por supuesto, pero al menos la distinguía, singularizándola frente a enconos o aversiones anteriores. El nuestro, durante estos dos años de penuria epidemiológica, ha sido un odio romántico.

La gente ha odiado sin tasa estos dos años porque ha tenido menos espacio y más tiempo. El confinamiento doméstico, el teletrabajo, los desgraciados pero salvíficos expedientes de regulación temporal de empleo, las restricciones a las salidas, las horas prontas de cierre o el simple miedo al contagio nos han recluido en casa, infinitamente aburridos durante horas eternas. Fines de semana atrapados en el hogar de manera forzosa o voluntaria, semanas interminables de días laborables donde aparecíamos en pantalla atildados hasta la cintura, días labovacacionales de franjas horarias borrosas y noches de insomnio han estirado el tiempo hasta límites einstenianos. Hemos sentido más tedio que nunca. Y el odio llena muy bien el tiempo libre, Víctor Hugo lo comenta en su monumental novela El hombre que ríe (1869). Ocio y odio se comunican.

Para la persona ociosa, para quien se aburre, el odio es un sentimiento muy poderoso, porque es una opción intensa y arrebatadora. Al aborrecer te sientes vivo; no útil, pero sí ocupado en una actividad emocionante, porque la ojeriza entusiasma y moviliza toda la atención. El odio es como el amor romántico, un sentimiento que abarca el universo y paraliza los demás órdenes de la existencia. Quien odia, como la persona enamorada, no puede hacer otra cosa, se entrega por completo, se atonta. Balbucea si le hablan y se pierde en su propio hogar. Quiere saberlo todo sobre el destinatario de su fijación. Se levanta por las noches y corre al ordenador para dejarle encendidos mensajes, reveladores de la pasión que le arrebata.

Pensaba al comenzar este artículo que la idea era mía, pero al buscar otra cosa descubro con rencor que Wystan Hugh Auden, en uno de sus excelentes ensayos de Los señores del límite, postula que debería existir un odio romántico como contrapunto al amor romántico tradicional. Qué poca vergüenza, tener ideas antes que uno. Por eso no es bueno leer, porque intensifica la aversión, y ahora odio a Auden con todas mis fuerzas.

Sí, la pandemia nos ha hecho más terribles, ha destapado el tarro de las esencias negras, ha afilado los cuchillos y las lenguas, nos ha obligado a desentrañar el cabreo, so pena de reventar. Pero ¿acaso hicimos la prueba de si explotábamos o no? ¿No hubiera estado bien llegar al límite y liberar la agresividad contra una pared, en lugar de hacerlo contra quien pensaba diferente, a la menor oportunidad? Nos hemos dejado llevar y no soportamos la discrepancia ni la alteridad. Pareceres, ideologías u opiniones que antes nos resultaban indiferentes, porque había espacio para todos y la vida es corta, son ahora aborrecibles, intolerables, cancelables, perseguibles jurídica o masivamente. Por supuesto que los filtros burbuja informativos y las “cámaras de eco digitales”, tan retorcida como conscientemente utilizados por intereses extremistas, han ayudado; por supuesto que el uso de la paparrucha (”noticia falsa y desatinada de un suceso”, define el DLE) y la mentira han contribuido. Pero lo que más ha influido, aceptémoslo, es que el odio a la situación generada por el virus nos ha dado el pretexto para radicalizarnos al radicarnos: no salir de nuestra casa nos ha encastillado en nuestras ideas, prisioneros de nuestro miedo y de nuestro rencor, volviéndonos incapaces de ver más allá del propio sesgo, más allá de nuestro “yo feroz”, por emplear la atinada fórmula de Victor Hugo.

Por eso Anna Karénina, en sus momentos más tristes, piensa “sobre el odio, único sentimiento que une a los hombres”. Y por eso, porque hemos estado mal, porque un virus ha podido temporalmente con nuestra paciencia, hemos caído en el error. Como sociedad nos hemos enamorado del resentimiento, hemos odiado románticamente. Pero el mundo no es como lo ve Karénina, ni la vida es sólo virus, y deberíamos ser conscientes y revertir la tensión, desanudar el conflicto afrontándolo de cara, descontracturándolo como la rehabilitación al músculo dañado. Pero ¿cómo hacerlo?

Lo bueno de la filosofía es que nos presenta a una legión de personas ancianas y por eso entrañables que pensaron antes, más y mejor, de quienes podemos aprender. Una de ellas es Immanuel Kant, que nos enseñaba el camino en su Antropología: abstraer. La abstracción para él consistía en una tarea tan sencilla como difícil: intentar no ver los minúsculos defectos ajenos y observar a las ideas y las personas por elevación, en conjunto. A su juicio, nada hay más pernicioso para el trato social que “fijar la atención, incluso de modo involuntario, justamente en lo que hay de defectuoso en los demás; el dirigir los ojos a un botón que falta en la casaca (…) o a la mella, o a un defecto de pronunciación habitual”. Frente a ese gatillo fácil de la crítica, omnipresente en redes y en la opinión pública, la solución es abstraerse, contenerse y observar personas, conceptos y opiniones en globo, para apreciar su rica y necesaria diversidad. Porque apenas hace 15 años no odiábamos de forma tan romántica y gratuita; se odiaba, sí, pero como deporte ocasional, de chascarrillo y barra de bar. Eran manías de proximidad, intrascendentes, asintomáticas. Por eso, no deberíamos regresar a diciembre de 2019, sino volver afectivamente a 2009, a 1999 o a 1989, cuando los muros caían. Esforzándonos un poco en quitar hierro a los asuntos, desarrollando la paciencia y el afecto. Porque, como dice Kant, con cuyas palabras termino pues no es posible añadirles nada, a veces “no es sólo justo, sino también prudente apartar la vista de lo malo de los demás (…) pero esta facultad de abstraer es una fortaleza de ánimo que sólo se logra adquirir mediante el ejercicio”.

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