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Columna
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La tristeza de los jóvenes

La adolescencia siempre fue una etapa de crisis existencial, pero no sé si alguna vez llegó al extremo de provocar los actuales niveles de sufrimiento

Un joven que llegó en patera a Canarias en octubre.
Un joven que llegó en patera a Canarias en octubre.Quique Curbelo (EFE)
Najat El Hachmi

La adolescencia siempre fue una etapa de crisis existencial, pero no sé si alguna vez llegó al extremo de provocar los actuales niveles de sufrimiento. Hasta el punto de que el suicidio es la principal causa de muerte entre los jóvenes en Occidente. Lo cual, como cultura y como civilización, tendría que convertirse en el centro de todos los debates filosóficos.

Como madre que lo fue por primera vez al filo del milenio no puedo evitar sentirme interpelada. Tal vez sería un buen momento para revisar nuestros modelos de crianza y de educación. Recordemos, por ejemplo, que hubo una época en la que hacía furor el concepto nativos digitales. ¡Con qué eufórico entusiasmo nos lo vendieron! La principal consecuencia de aquella moda es que los adultos dejamos solos a los niños con las pantallas, convirtiéndose estas en transmisoras de valores, no en vano pasaban más tiempo con ellas que con nosotros. Esta visión ingenua y confiada de la tecnología convivió con dos modelos de crianza opuestos difundidos de forma masiva: el Estivill y el González. Uno de estricto y cruel conductismo al servicio de la productividad y otro de falta absoluta de límites en el que el niño y sus necesidades eran el centro de todo. Diría que se impuso el segundo y eso explicaría muchas cosas. ¿Cómo enfrentarte a la vida y al mundo cuando desde pequeño te lo han dado absolutamente todo y te han ahorrado hasta la más mínima frustración? Entiendo que el ejercicio del deber parental es un muy difícil equilibrio entre evitar que los hijos se hagan daño y dejar que desarrollen sus propias estrategias para solucionar los problemas que se les van presentando. Hacerlo, encarar dificultades y superarlas, dota de una robusta confianza en uno mismo infinitamente más útil que la sobreprotección.

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Al fin y al cabo, a pesar de la incertidumbre, estos jóvenes viven en realidad mucho mejor que las generaciones que les preceden y sus condiciones económicas son incomparables con las que imperan en otros países. ¿Por qué están tan tristes los jóvenes occidentales mientras que el empuje vital de los jóvenes africanos es tan grande que les lleva a cruzar medio continente y arriesgar sus vidas en el mar? Tal vez porque estos últimos tienen la esperanza de llegar a un mundo mejor mientras que los primeros ya nacieron en el mejor de los mundos y en él parece que no son felices.

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