Las malas amigas
Aupamos a los héroes del momento. Después los censuraremos. No importa. La cuestión es tener una opinión tajante, inclemente, y esgrimirla sin concesiones
Un riñón. Un naufragio en las aguas de la ficción. Y una hoguera virtual. A principios de octubre, The New York Times Magazine publicaba un ensayo de 10.000 palabras titulado Who Is the Bad Art Friend?. Robert Kolker, el autor, se adentra en el “curioso caso” de las escritoras y amigas Dawn Dorland y Sonya Larson. Curioso, sí. Patético, un poco. Y, también, un espejo de vergüenzas. El caso Dorland contra Larson se ha convertido en el pretexto para hablar de muchas otras cosas. De la ferocidad del mundo editorial, de la sobreexposición de las redes sociales, de los límites líquidos de la ficción.
En 2015, cuenta Kolker, la “aspirante a novelista” Dawn Dorland —este matiz es importante— decidió donar un riñón. No iba destinado a nadie en particular, salvaría a un desconocido. “Aunque quizá la mayoría de las personas se sentirían más motivadas a donar un órgano a un amigo o a un familiar necesitado, para mí el sufrimiento de los desconocidos es igual de real”, escribió Dorland en Facebook. En sus palabras se adivina una especie de métrica de la generosidad: su gesto sube un grado en la escala del altruismo por no conocer a su receptor, se vuelve más puro, más exclusivo.
También puede adivinarse, eso hizo Sonya Larson, una necesidad ególatra de exhibir, incluso explotar, su pretendida bondad. Larson, “novelista publicada” con cierto éxito ―otro matiz importante—, decidió usar esta historia en un relato. “Espero que no te resulte demasiado extraño que tu regalo haya inspirado la creación de obras de arte”, respondió cuando Dorland le pidió explicaciones. “Yo misma he visto referencias a mi propia vida en la ficción de otros, y te aseguro que me resultó raro al principio. Pero mantengo que tienen el derecho de escribir sobre lo que quieran, igual que lo tengo yo, o tú”. El relato fue seleccionado por el Boston Book Festival. Inmediatamente, Dorland inició acciones legales contra Larson.
¿Vampirismo literario? ¿Libertad coartada? ¿O, tal vez, una riña llena de reproches y celos, casi infantiles de tan obvios, exagerada hasta el ridículo para satisfacer la sed de falsa justicia de los ejércitos virtuales? Tras la publicación de Who Is the Bad Art Friend?, las redes sociales ardieron. Se crearon dos bandos, unos con Dorland, otros con Larson. Varios medios se han hecho eco del asunto, muchos preguntándose en qué momento The New York Times Magazine decidió dedicar 10.000 palabras a “una historia recóndita de poco interés público”, como escribe Emma Brockes en The Guardian.
Parece que nuestro afán de consumir chismes y penas ajenas ha llegado al punto de convertir lo anecdótico en noticia, de fomentar la rivalidad entre dos escritoras de las que no necesitábamos conocer más que su trabajo, y de hacer estallar las redes sociales con detonaciones tan ensordecedoras como efímeras. Distracciones de paso. Todo queda en una caótica, aunque anestesiada, superficie.
Pero hay algo más, un trasfondo más sólido, más perverso, en la frívola volatilidad que envuelve el caso Dorland contra Larson. La imposición de un marco moral tan reduccionista como tramposo. Impartimos lecciones a diestro y siniestro. Aupamos a los héroes del momento. Después los censuraremos. No importa. La cuestión es tener una opinión tajante, inclemente, y esgrimirla sin concesiones. Todo se reduce a una pregunta: ¿es bueno o es malo? Podríamos preguntarnos por el efecto concreto de las cosas, en lugar de por su supuesta moralidad. ¿Qué valor tiene el relato de Larson en la literatura contemporánea? ¿Qué debates plantea la reticencia de Dorland a ceder su voz a una creación ajena? ¿Puede un personaje rebelarse contra su creador?
Esta cuestión ha cobrado especial importancia con el último libro de Emmanuel Carrère, premio Princesa de Asturias de las Letras 2021. En Yoga, el escritor relata, con la elocuencia autobiográfica que le caracteriza, su descenso en la depresión. Obvia, sin embargo, gran parte de la vida que compartía durante esos años con su exmujer, la periodista Hélène Devynck, y que habría sido parte esencial de la narración. La razón: un contrato firmado en el divorcio. Devynck tiene potestad sobre su personaje, Carrère está obligado a mostrarle todo lo que escriba sobre ella, y ella, a su vez, tiene derecho a moldearlo o suprimirlo.
Es imposible, y poco interesante, juzgar el acuerdo entre Devynck y Carrère con los parámetros simplistas de la moralina. Como en el caso de Dorland contra Larson, aquí no hay buenos ni malos.
Hay preguntas, contradicciones, intereses. Y es legítimo que los haya, no porque sean correctos, sino porque son humanos. Es legítimo querer preservar el derecho a la intimidad, también lo es defender la libertad creativa. No tienen que ser polos opuestos, ni convertirse en enemigos. Aunque la opinión rápida prima sobre la reflexión, necesitamos abrir debates, y no cerrarlos inmediatamente. Detenernos en el barro, pringarnos, pensar. Sólo enredándonos en la incertidumbre, en las preguntas de difícil respuesta, podemos cultivar un sentido crítico. La vida, como la ficción, está llena de lodo, y de matices.
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