Lo que Tinder puede hacer por ti
Nos fiamos más de la pantalla que de lo que se ve por la ventana. Hemos recorrido un largo camino desde que la gente aventuraba el tiempo por el color de las nubes. Lo que no está claro es que no hayamos cogido un par de rutas equivocadas
El 12 de diciembre de 2020, el artista alemán Simon Weckert provocó un embotellamiento en un puente sobre el río Spree de Berlín que aparecía en la aplicación Google Maps pero no se correspondía con lo que pasaba en el terreno. Para lograrlo no tuvo más que meter 99 móviles en un carrito y pasearlo por las calles aledañas al puente. La información de esos teléfonos en tiempo real, que es lo que alimenta a los servidores de Google, generó la impresión de que había bolsas de tráfico lento e instantáneamente apareció el rojo sobre la vía en la aplicación, en señal de que había un atasco.
La performance pretendía, así lo explicó Weckert, poner de manifiesto los riesgos de los mapas virtuales y hacernos reflexionar acerca las implicaciones del uso masivo del big data y el desarrollo de las smart cities.
Pero es posible que al artista le saliera el tiro por la culata. Las prontas declaraciones de la compañía: “Ya sea en automóvil, carro o camello, nos encanta ver usos creativos de Google Maps, ya que nos ayuda a hacer que los mapas funcionen mejor con el tiempo”, rápidamente dieron la impresión de que Weckert estuviera trabajando para ellos en lugar de someterlos a crítica. Más aún, si algo puso de manifiesto la performance fue que cuando Google dice que hay un atasco, el atasco es real. Tan real fue aquel del 12 de diciembre que los conductores que iban atravesar el puente tomaron la ruta alternativa que la aplicación les ofrecía. Lo cual demuestra que a efectos prácticos, el embotellamiento que aparece en Maps es incluso, más real que el “real”.
La confusión entre real y virtual en los navegadores da lugar a todo tipo de situaciones variopintas. Mi preferida, por tragicómica, es la que condujo en 2013 PhantomAlert a poner un pleito a Google por apropiación de sus bases de datos. Al parecer, la estafa se les hizo evidente cuando descubrieron que las calles fantasma que ellos, como broma, habían introducido en su navegador, aparecían en Waze, una app adquirida por Google. Pero hay otras más preocupantes: en 2015 una mujer falleció en un accidente en Chicago porque su marido, que conducía, hizo caso del navegador, en vez de las señales que avisaban de que la calle estaba cortada, y acabó despeñándose por un puente. Algo semejante sucedió en febrero de 2019 en Yakarta: un conductor se lanzó con su camión por un acantilado siguiendo las indicaciones de Google Maps.
Este desplazamiento de lo real no sucede solo con los navegadores, es constante. Hace no tantas décadas la gente era capaz de mirar el cielo y hacerse una idea de qué tiempo les esperaba. Ahora al levantarnos, consultamos el móvil y, si pronostica tormenta, nos abrigamos, cogemos paraguas o cancelamos una excursión al campo que teníamos prevista. Es posible que luego no llueva, pero de alguna forma, da lo mismo, para nosotros, ese día ha llovido.
Nos fiamos más de la pantalla que de lo que se ve por la ventana. Hemos recorrido un largo camino desde que la gente aventuraba qué temperatura iba a hacer al día siguiente guiándose por el color de las nubes, lo que no está claro es que en ese periplo no hayamos cogido un par de rutas equivocadas.
Hace unos días me sucedió algo que hizo que repensara todo este asunto. Una amiga me confesó que llevaba semanas saliendo con un hombre que había conocido a través de Tinder. Era, según dijo, perfecto para ella: compartía sus gustos e intereses, tenía un trabajo afín al suyo y se le ocurrían los planes más variados. Nada que ver con su anterior pareja, de la que se había separado recientemente, y que era, así lo expresó mi amiga: “muy parado”. Me fui a casa con una sensación extraña, a pesar del entusiasmo que ella se esforzaba en transmitir. Su inquietud era patente.
Al cabo de unos días vi la luz: a mí amiga no le gustaba aquel hombre, y, a juzgar por el comportamiento que él desplegaba, y que ella refería de pasada, es posible que a él le sucediera lo mismo. Ninguno de aquellos fantásticos planes, por ejemplo, se habían llevado a la práctica. Pero la angustia de ella, que solo se apreciaba en los gestos, no derivaba, creí comprender, del desinterés mutuo, sino de que en su mente se estaba produciendo un choque entre el novio que Tinder le había ofrecido y el real.
Desde ese momento vivo sumida en el estupor: ¿Y si mi amiga, para resolver su dilema, decidiera quedarse con la versión virtual del hombre y descartara de su conciencia la real? ¿Y si a los demás también nos acaba convenciendo más el mundo que despliegan las múltiples apps que el que nos topamos de frente? ¿Y si un buen día las calles fantasma nos parecieran a todos más reales que las “reales”? ¿Y si todo esto ya está sucediendo?
Pilar Fraile es escritora. Su última novela es Días de euforia (Alianza).
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