Incontinencia
No hay gremio o partido político que no haya sufrido la burla o la condena de Twitter por comentarios desafortunados. La gama de afectados es tan variada como la gravedad de las ofensas
La federación española de fútbol inauguró en 2018 un curso para que futbolistas veteranos de primera división, excampeones del mundo, de Europa u olímpicos, pudieran obtener la licencia de entrenador en seis semanas. Entre los alumnos de la promoción inaugural estaban Raúl, Xavi, Capdevila o Valdés. Los aspirantes a Zidanes o Luisenriques recibieron clases sobre “creación de equipos”, “orientación a jugadores”, “ética deportiva”, “gestión de clubes”, “liderazgo”, “tecnología y fútbol”, “nutrición”, “psicología”, “inglés” y… “redes sociales”. El objetivo de esta última asignatura, según explicaba un miembro de la federación, era, básicamente, enseñarles a no meter la pata en Twitter.
Proliferan los cursos sobre redes sociales, la versión 2.0 de los que enseñaban a hablar en público. El objetivo es el mismo, aprender la mejor manera de dirigirse a los demás para atraer la atención, convencer o seducir. Pero la diferencia es que las redes multiplican el auditorio y por tanto, disparan el riesgo. Una ristra de cadáveres tuiteros lo corrobora. Twitter, como cualquier comunidad, cuenta con su propio cementerio, habitado por aquellas almas cándidas que un día dijeron o enseñaron lo que no debían y abandonaron las redes. El pajarito puede llevarte en volandas, convertirte en trending topic, exponer tu mercancía en el escaparate de la calle más transitada del país, pero con el mismo método, puede señalarte como diana y sepultarte bajo una montaña de ofendidos con motivo o no.
Algunos tuvieron que aprenderlo a la antigua -la letra con sangre entra-. Posando en el monumento que homenajea a las víctimas del holocausto, la diseñadora Elena Tablada escribió, junto a la foto, “baby in the oven” (bebé en el horno) para anunciar que estaba embarazada. La cuenta de La Moncloa colgó unas fotos del presidente Pedro Sánchez con las gafas de sol puestas dentro del avión de camino a “la cumbre de Bruselas a defender la Europa de los derechos sociales” y provocó una fiesta de memes –”No me llames presidente, llámame Bon, Pi-bón”, por ejemplo-. Sergio Ramos confundió Nueva York con un establecimiento de Las Vegas. Un directivo de Tesla hizo caer las acciones de la compañía un 10% al publicar un tuit que decía que el precio, en su opinión, era “muy alto”. Una nadadora olímpica australiana perdió un contrato de publicidad con Jaguar –y el coche- por tuitear: “que la chupen esos maricones” después de un partido de rugby. El Barcelona B fichó y despidió a Sergi Guardiola en ocho horas por “tuits ofensivos contra el club y contra Cataluña”. Una edil del PP de Moguer publicó en Tik Tok un vídeo en el que deseaba la muerte de Sánchez por la subida de la luz. Luego admitió que se había “excedido en la crítica” y lo borró.
.@sanchezcastejon vuela a la cumbre de Bruselas a defender la #Europa de los derechos sociales y luchar contra la xenofobia. Por una #Europamejor🇪🇺 pic.twitter.com/lSu9wyuUub
— La Moncloa (@desdelamoncloa) June 24, 2018
No hay gremio ni partido político que no haya sufrido alguna vez las burlas o la condena de Twitter por comentarios desafortunados, errores, chistes de mal gusto o disparates varios. La gama de afectados es tan variada como la gravedad de las ofensas.
Sabían en la federación española de fútbol que algún día sus alumnos podían sentir la tentación de responder a algún tuit que les disgustara, hacer algún comentario –necesariamente breve- sobre la actualidad política o compartir alguna foto inadecuada. Y quisieron protegerlos, advertirles que los tuits los carga el diablo, que los trolls ganan cuando llaman tu atención, que no es fácil hacer un análisis riguroso en 280 caracteres y que hasta la imagen más inocente puede volverse en tu contra. La incontinencia tuitera es tan peligrosa que ha dado pie a una nueva profesión, el community manager, mitad guardaespaldas, mitad ángel de la guarda, para proteger a personas físicas y jurídicas. Pero ni siquiera ellos están a salvo.
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