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Columna
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El fatalismo haitiano

Lo que necesita el país son fondos y orientación para acometer sin injerencias una cruzada de regeneración en todos los ámbitos de la vida ciudadana

Juan Jesús Aznárez
Jovenel Moise Haiti
Varios policías junto a un mural del presidente haitiano Jovenel Moïse cerca de su residencia.Joseph Odelyn (AP)
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Máxima incertidumbre ante el vacío de poder en Haití

El magnicidio en la república negra más antigua del mundo hunde sus raíces en las irradiaciones libertarias de la Revolución Francesa y el látigo colonial de las Antillas, en cuyas plantaciones los esclavos levantiscos eran desollados a vergajos, crucificados en tablas o sumergidos en calderos de arrope de caña hirviendo. El asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, no es el primero; una turba cometió otro después de que la única rebelión victoriosa de esclavos derrotara al ejército napoleónico y se constituyese en nación independiente (1804).

El caudillo de los insurrectos se proclamó emperador, con el nombre de Jacques I, y fue asesinado por dos jefes de parecidas ínfulas y charreteras. Desde entonces, Haití vive arrodillada, sepultada por las conspiraciones, el golpismo, las elecciones fraudulentas, las catástrofes naturales, la pobreza estructural y el autoritarismo heredado de los emancipadores negros y mulatos. Las masas libertas se encomendaron a su suerte al quedar inermes ante la destrucción del sistema productivo y el aislamiento diplomático posterior a la independencia.

La nueva sociedad transitó del monocultivo latifundista y la mano de obra esclava a formas de explotación más encubiertas del campesino africano. Sin el palo en las costillas, la economía de las plantaciones se vino abajo y fue sustituida por la de subsistencia. Paralelamente, los hombres de armas se adueñaron de las instituciones civiles y se convertirían en cómplices de las dictaduras duvalieristas y los tramposos gobiernos de la democracia.

Pero la postración nacional no solo responde a la historia de una patria saqueada por el colonialismo francés, el permanente intervencionismo de Estados Unidos y las castas mafiosamente asociadas en el mercadeo de los bosques, el crudo y la electricidad. Haití depende de la ayuda internacional. Solo hace falta recorrer Puerto Príncipe, Cabo Haitiano o Gonaïves para cerciorarse de ello. Resulta irritante, por tanto, que las sucesivas misiones de la ONU y otras organizaciones multilaterales no hayan sido capaces de impedir la malversación o desaprovechamiento de los fondos del desarrollo, ni de acercarse un poco al objetivo de su última misión: la estabilidad política y el buen gobierno.

El asistencialismo humanitario es inevitable en un país incapaz de garantizar a su población el acceso a los servicios básicos y degradado por la corrupción, la criminalidad, y el diálogo a machetazos. No obstante, su sociedad no puede crecer desde la caridad, ni ser la convidada de piedra de decisiones internacionales que aportan botellas de agua, arroz, porotos y salarios, sin contribuir al saneamiento del Estado y el diseño de políticas inclusivas.

Las generaciones nacidas en crisis encadenan tantas como palos de ciego la comunidad internacional, que no parece percatarse de que le urge cimentar un Haití capaz de manejar sus propios asuntos, independizándose de subsidios que fomentan hábitos, delincuencia y arbitrariedades. Cuando los desastres se abaten sobre el tercio occidental de La Española, el fatalismo propone supervisarla como protectorado, limitar su soberanía, cuando lo que necesita Haití son fondos y orientación para acometer sin injerencias una cruzada de regeneración en todos los ámbitos de la vida ciudadana.

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