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Análisis
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué los peruanos no podemos detener esta absurda escalada antidemocrática

Los reclamos por “fraude” del fujimorismo ya se han convertido en una pura puesta en escena, pero hay gente honesta e informada que sigue sin poder reconocerlo. ¿Qué les impide hacerlo?

Keiko Fujimori durante una nueva manifestación de sus seguidores en Lima (Perú) el domingo 26 de junio, para denunciar, sin pruebas, que hubo "fraude" en las elecciones presidenciales.
Keiko Fujimori durante una nueva manifestación de sus seguidores en Lima (Perú) el domingo 26 de junio, para denunciar, sin pruebas, que hubo "fraude" en las elecciones presidenciales.Gian Masko (EFE)

Lo que empezó el lunes 7 de junio como una pataleta de (probable) mala perdedora, con la candidata Keiko Fujimori hablando de “indicios de fraude” mientras las autoridades contaban aún votos, se ha traducido en un esfuerzo sistemático por entorpecer el proceso electoral y dilatar la declaración del virtual ganador de la segunda vuelta y futuro presidente peruano.

Durante más de tres semanas, Keiko Fujimori y distintos aliados han insistido en que el fraude existe sin aportar ninguna prueba seria, han solicitado abiertamente anular las elecciones y han coqueteado con la amenaza de un golpe militar. Los promotores de esta peligrosa escalada del ridículo no parecen dispuestos a detenerse en su afán por deslegitimar nuestras ya precarias instituciones.

El domingo pasado, uno de sus aliados más activos por estos días, un economista llamado Daniel Córdova, conocido por un accidentado y fugaz paso como ministro, anunció a través de Twitter que mostraría “evidencia de los indicios de fraude electoral en TV Nacional”. Cuando, horas después, la periodista que lo entrevistaba le indicó que, pese a lo prometido, “hasta el momento no hay prueba de fraude”, el economista replicó: “Es que no tenemos la información para probarla” [sic].

El mismo economista viajó a Washington D.C. esta semana, junto a dos congresistas electos y otros aliados fujimoristas, para intentar reunirse con el secretario general de la OEA y pedirle una “auditoría internacional” de la segunda vuelta peruana. Esto, pese a que la misma OEA, además de la Unión Europea y el Departamento de Estado norteamericano, ha señalado ya que confía en la labor de las autoridades peruanas y en la limpieza de las elecciones. La audiencia, por supuesto, no les fue concedida.

Ya de regreso en Lima, en una nueva entrevista, cuando se le volvió a indicar que ni él ni otros aliados del fujimorismo han aportado hasta ahora ninguna prueba seria de fraude o de una supuesta intervención inapropiada del gobierno peruano, el economista insistió en el absurdo: “Yo no necesito de pruebas para decir que hay indicios”.

Más de 20 días luego de que Keiko Fujimori utilizara la palabra fraude por primera vez, ella y sus aliados no solo siguen sin aportar pruebas que respalden una acusación así de grave sino que ahora confiesan abiertamente que no las tienen. Sin que eso —ni la vergüenza— los haga detenerse.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué se sigue apañando este triste y pernicioso espectáculo?

He pasado estas semanas conversando con varias personas en Perú. Gente honesta, inteligente, bien informada, perteneciente a distintos sectores de las élites intelectuales, mediáticas, empresariales o económicas del país, que ha ido viendo con creciente estupefacción cómo amigos, familiares, colegas del trabajo, se han ido sumando o han incluso promovido esta intentona antidemocrática encabezada por Keiko Fujimori.

Y, pese a ello, y pese al largo rastro de sinsentidos que esos conocidos han dejado en redes sociales o apariciones en medios; a la falsedad de sus afirmaciones; a su cerrazón cuando los han confrontado con pruebas que desarman sus escasos argumentos; estas personas con las que he hablado han sufrido mucho para asumir —algunos siguen sin hacerlo— que sus amigos, familiares y colegas están o bien obrando de mala fe, o están tan equivocados y sus acciones son tan reprobables que da igual cuáles fueran sus intenciones iniciales.

Se han resistido a creer que los suyos pueden ser parte de una escalada antidemocrática con un objetivo golpista: desconocer al casi seguro ganador de unas elecciones para evitar que asuma el poder casi a como dé lugar.

“Puede estar equivocado pero es honesto, de verdad cree que ha habido fraude”.

“Está confundida pero ella no es así, ella no es como los otros, como los golpistas”.

He escuchado variaciones de estas frases una y otra vez.

“Yo lo conozco desde el colegio, él no apoyaría un golpe de estado”.

“Fuimos a la universidad juntas, es una chica inteligente, solo quiere saber la verdad electoral”.

Esta actitud complaciente con los que sentimos nuestros no es exclusiva de los peruanos. El tribalismo, como argumenta el psicólogo Jonathan Haidt en su libro The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion, es un rasgo evolutivo.

Por norma, solemos brindar a los nuestros la cortesía de los matices, una generosa gama de grises a la hora de juzgar sus acciones, que no estamos dispuestos a ofrecer a quienes consideramos ajenos a nuestra tribu.

El problema es que en el Perú, una sociedad particularmente racista, clasista y estamental, esa actitud llega a extremos preocupantes, que dificultan, como hemos visto en estas semanas, la necesaria confrontación con la realidad.

Un pequeño ejemplo: según la Encuesta Nacional sobre Diversidad Cultural y Discriminación realizada en 2018 por encargo del Ministerio de Cultura, el 53% de los ciudadanos considera que sus compatriotas son racistas o muy racistas, pero solo el 17% piensa lo mismo de sus “amigos cercanos y familiares”. Léase, racistas son ellos, todos menos yo y los míos.

El Perú se encuentra entre los países más desconfiados del mundo: según los sondeos realizados por World Values Survey, solo el 4.2% de los peruanos piensa que la mayoría de la gente merece confianza (en la región, únicamente Nicaragua y Colombia cuentan con niveles similares). Parecería que en una sociedad donde nadie cree en nadie, donde el temor al otro es ley, los peruanos debemos refugiarnos en una confianza ciega para con los nuestros.

Así que en esa sociedad donde, por ejemplo, –como explica la investigación Educados en el privilegio: trayectorias educativas y reproducción social de las élites en Perú, publicada en 2020– “la educación sirve como mecanismo de reproducción de clase”, ese “lo conozco desde el colegio” o un “fuimos juntas a la universidad” basta y sirve como baremo para juzgar la probidad o buenas intenciones de los míos. De los otros, eso sí, desconfío a muerte.

Si a eso sumamos que, como escribió hace unos días el periodista y crítico cultural Matheus Calderón, nos encontramos ante una fractura producida por “un grupo pequeño, de supuesta ‘élite’, que moviliza sus recursos para no integrarse (...) que no solo vive en una burbuja sino que goza sabiendo que vive en una burbuja”, no resulta demasiado difícil entender por qué los miembros de esa élite que sí han sabido reconocer la fractura y escalada antidemocrática promovida por los suyos han sufrido tanto para confrontarlos y, llegado el caso, detenerlos.

Porque si, movidos por su honestidad y compromiso democrático, se deciden a pinchar esa burbuja donde habitan junto a los suyos y señalar el delirio en que están sumidos, ¿dónde recalarán? ¿Cómo recibirán sus pares la llamada de atención?

Tuvimos una pequeña muestra el mismo fin de semana pasado. Mientras Keiko Fujimori y sus aliados seguían gritando fraude sin pruebas, el jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales denunció haber sido agredido en un exclusivo club por un socio que –al parecer, existe una investigación fiscal en curso– le recriminó no plegarse a los reclamos fujimoristas. ¿Cómo reaccionó ante este episodio esa pequeña burbuja que es el club Regatas?

En público, el club rechazó “toda modalidad de comportamiento agresivo, violento, discriminador u ofensivo”. Pero, en privado, como supimos gracias a un audio filtrado a la prensa, el presidente de la institución acusó al agredido de haber “orquestado” el ataque para “tener la cobertura mediática (...) [y] victimizarse”.

Cuando pensamos en construir una sociedad más justa, menos desigual, racista y clasista, solemos detenernos en la necesidad de un país que brinde oportunidades similares a todos sus ciudadanos. Por supuesto, se trata de una razón más que suficiente.

Pero se me ocurre que quizá, una sociedad así, donde, entre otras cosas, las burbujas de las élites no sean tan estrechas ni impermeables, nos haría también menos difícil ser más honestos con nosotros mismos y nuestros semejantes.

Diego Salazar es periodista peruano y autor del libro No hemos entendido nada: Qué ocurre cuando dejamos el futuro de la prensa a merced de un algoritmo (Debate, 2019).

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