Qué quieres ser de mayor (¿qué es ser mayor?)
Ser adolescente es el trabajo más difícil del mundo y si tienes una vocación, ni te digo: es probable que en cinco años haya caducado
Un día fuimos a un concierto de unos tipos buenísimos; eran unos amigos que nunca llegaron o intentaron llegar a dedicarse a la música de forma profesional, pero conservaban la pasión, ensayaban de vez en cuando y se marcaban algún bolo en bares si surgía. A uno de ellos sus padres le dijeron que, si quería seguir tocando, primero estudiase una carrera y encontrase un empleo serio. Damos por sentadas verdaderas barbaridades, y esa es una de las peores; primero porque apenas existen dos o tres empleos serios, y segundo porque, si es serio, cuando acabes tu jornada laboral no puedes ponerte a tocar la pandereta. Yo fantaseé inmediatamente con un grupo de notarios que se reuniese por las noches para dar fe a todo tipo de documentos, unos tíos trabajando febrilmente en un garaje, dando rienda suelta a su verdadera pasión porque cuando eran adolescentes sus padres les dijeron que se dejasen de tanto Código Civil, y primero se buscasen el futuro como estrellas del rock. De esta manera Mick, Keith, Ron y Charlie encontraron un empleo serio de rolling stone para así, al acabar los discos y las giras, poder reunirse y hacer lo que más les gusta: revisar escrituras del catastro.
Ser adolescente es el trabajo más difícil del mundo y si tienes una vocación, ni te digo: es probable que en cinco años haya caducado. Yo pasé la infancia y la adolescencia jugando al tenis todos los días de mi vida, y el hecho de competir hizo que algo que amaba lo terminase odiando; en realidad lo que a mí me gustaba era el fútbol, así que me metí en un equipo que todavía tiene pesadillas conmigo porque yo a la raqueta le daba bien, pero no tenía ni idea de parar una pelota. Se me daba bien lo que ya no me gustaba, se me daba fatal lo que me gustaba, y me dediqué a lo último porque siempre he hecho lo que me gusta aunque caiga en el ridículo, la irrelevancia o la mediocridad; además, el fútbol es un deporte en el que, cuando ganáis, piensas en lo que aportaste tú, y cuando perdéis, en lo que dejaron de aportar los demás.
Valentín Roma, por ejemplo, fue futbolista de las categorías inferiores del Atlético de Madrid, ganó la Copa del Rey de juveniles, jugó en la selección nacional y cuando le ofrecieron el primer contrato profesional, lo dejó. Hace dos años publicó un libro, Retrato del futbolista adolescente (Periférica), en el que cuenta un proceso fascinante: la desfiguración de la estrella de fútbol y la construcción del profesor, crítico de arte y escritor que es hoy; la impertinencia de la muda, contada con un talento asombroso, es aprovechada para relatar algo aún mejor que resumo, mal porque es mucho más complejo, en este párrafo de desclasado: “En mi mundo no es fácil admitir el placer sin transformarse en un impostor o sin agraviar esa vida abnegada que los padres representan, sin traicionar nuestra posición económica y nuestra ideología del sufrimiento”.
Y dos certezas. Dejó el fútbol cuando le ofrecieron instalarse en la élite, y le sorprendió lo fácil que fue. “Los millones que se movían a mi alrededor (…) no intranquilizaron a nadie. Esto puede leerse de múltiples maneras; mi preferida es que, a pesar de todo, nunca pasa nada”. Y la última de un tipo, Roma, que en la residencia de futbolistas del Atleti recibía llamadas de su padre para preguntarle si estaba siguiendo los cambios en el Comité Central del Partido Comunista Chino: “Cuando nos vestíamos de futbolistas adquiríamos bula para transgredir todos los límites. Se nos autorizaba a ser mentirosos y acaparadores, a ensañarnos con el único objetivo de medir nuestro grado de inclemencia. Después, al abandonar el vestuario, regresábamos a los valores de los que habíamos sido exonerados”.
Es probable que no sólo no tengamos ni idea de quiénes somos, sino que sigamos viviendo para averiguarlo, siempre sin fortuna.
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