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Tribuna
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Como la rana en el agua hirviendo

Los representantes de la ciudadanía no parecen estar por la labor de reconducir una situación complicada, sino más bien lo contrario. Baste con pensar en el reciente espectáculo de mociones de censura fallidas

Manuel Cruz
Como la rana en el agua hirviendo / m. Cruz
Cinta Arribas

Francamente, no sé con qué imagen quedarme, si con la intuitiva y directa del polvorín sobre el que parecemos estar sentados o con la algo más elaborada de la rana que, colocada en una cacerola con agua, si esta es llevada a la ebullición a fuego lento, se cuece hasta morir sin advertir el peligro. Probablemente las dos resulten de utilidad para ilustrar nuestra situación actual, aunque la necesidad de poner título a esta pieza me haya obligado, solo a efectos de eficacia expositiva, a tomar partido por la segunda.

Por lo que respecta a la primera, valdrá la pena empezar por alguna pequeña puntualización previa que justifique su pertinencia. Podemos enredarnos a discutir acerca de las auténticas causas, remotas o próximas, que permiten hacer algo más inteligibles los altercados callejeros de hace escasas semanas en diversas ciudades españolas, pero sobre todo en Barcelona, a raíz del ingreso en prisión del rapero Hasél. Se puede aludir a la enorme tensión personal que ha supuesto, especialmente para los más jóvenes, el prolongado encierro como consecuencia de la pandemia (estudios científicos demuestran que son ellos los que más han sufrido estrés, insomnio y ansiedad). Como también cabe mencionar la desesperación de esos mismos jóvenes ante el negro futuro que les aguarda en muchos planos de su vida, desesperación por lo demás perfectamente justificada. Porque a las nuevas generaciones les ha sido concedido el dudoso privilegio de no conocer más que crisis económicas, en la medida en que muchos de sus miembros han crecido emparedados entre dos, la de 2008 y la de 2020.

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No se trata de escoger de entre estas causas, a las que sin dificultad cabría añadir bastantes más, cuál es la realmente eficiente, sino de que todas lo son y de que en algunos lugares, como Cataluña, a ellas se añaden otras, bien específicas. Y de que es la suma de todas la que está dando lugar a una situación que solo aporta motivos para una profunda preocupación. Esto no es cosa de augurios, sino de predicciones. Recientemente, técnicos del mismísimo FMI alertaban de un más que previsible escenario futuro pospandemia en el que la frecuencia de estallidos sociales se dispararía y el riesgo de disturbios y manifestaciones contra los gobiernos que podrían dar lugar a graves crisis políticas —de desorden civil, en definitiva— iría en aumento.

Ello significa que no nos encontramos ante un escenario local, sino generalizado, por no decir global. Lo que no excluye la existencia de diferencias notables según los contextos. En el caso del nuestro, se puede afirmar a modo de principio o premisa que lo más característico no es propiamente aquello que nos pasa, sino el modo en que reaccionamos ante ello. Así, por no eludir la concreción, asaltos a las cámaras legislativas los ha habido en Washington y en Barcelona, pero juzguen ustedes mismos las diferencias entre el asalto al Capitolio y al Parlament, tanto a la hora de gestionar ambas situaciones por parte de las correspondientes autoridades como a la hora de tratarlas en el espacio público.

Se comprenderá, pues, la referencia de hace un momento a la preocupación. Porque si lo de Hasél, con todas sus inconsistencias y contradicciones (¿se puede reclamar la libertad de expresión mientras se apedrea un diario?), ha podido ser pretexto suficiente como para que la situación en Barcelona se tensionara como lo hizo, ¿qué podría pasar si, por mencionar situaciones perfectamente pensables, un día las autoridades belgas decidieran entregar a Carles Puigdemont a la justicia española? O, por poner otra situación que hace mucho dejó de ser una expresión de alarmismo para resultar perfectamente posible, ¿qué sucedería si se produjera entre nosotros una desgracia irremediable, como la muerte de un manifestante? Tales situaciones futuras u otros imprevistos de parecida magnitud hacen presagiar lo peor.

Entre otras cosas, porque los representantes de la ciudadanía (y no hablo ahora solamente de los de Cataluña) no parecen estar por la labor de reconducir una situación social y política ciertamente complicada, sino en muchos momentos más bien de lo contrario, incluso de manera decidida. Baste con pensar en el reciente espectáculo de mociones de censura fallidas en diversas comunidades autónomas, con sus bochornosas secuelas en términos de cambalaches, transfuguismos y elecciones anticipadas por si acaso que se han producido. Por si ello fuera poco, el espacio público ha dejado de ser el ámbito en el que cabría esperar que se vehicularan las discrepancias y se generaran territorios de coincidencia que nos permitieran ir resolviendo problemas. Casi al contrario. Así, a fuerza de utilizar la expresión “todo vale” para describir la situación en dicho espacio, hemos terminado por olvidar su devastador contenido concreto. Y no solo hemos naturalizado el insulto, como en su momento reclamaba el hasta hace poco vicepresidente segundo del Gobierno, sino que nos hemos acostumbrado a convivir con las mentiras o las difamaciones, por no hablar de las insidias o las medias verdades, que representan el pan de cada día en las nuevas ágoras.

Probablemente este cuadro de síntomas nos autorice a afirmar, aun a riesgo de parecer exagerados, que vivimos en una sociedad enferma. Tal vez incluso severamente enferma. Preocupada hasta la consternación por su decadencia económica, pero insensible —literalmente desalmada— ante su decadencia moral, que en modo alguno vive como problemática, ni tan siquiera como inquietante. Es más, muchas personas creen haber encontrado los argumentos, a través del chivo expiatorio de las figuras de sus representantes, para desentenderse por completo de lo que pasa a su alrededor sin experimentar la menor mala conciencia. Por así decirlo, mientras el contenedor en llamas no sea el que está justo debajo de su balcón, para ellas no hay de qué preocuparse. Aunque, eso sí, mantengan, más que nada para salvar la apariencia de moralidad, una farisaica capacidad de indignación que, por supuesto, dedican solo quienes juzgan sus adversarios.

A esta falta de mala conciencia contribuye decisivamente el hecho de que, en nuestra sociedad, de la desafección de los individuos hacia la política no se acostumbra a culpar a estos sino a quienes desde el poder la han propiciado con su escasa ejemplaridad. Ahora bien, si no hablamos de individuos, sino de ciudadanos, tenemos derecho a valorar como culpable semejante indiferencia. Deberíamos empezar a considerar que la tan citada banalidad del mal no se predica únicamente de quienes pueden haber cometido las mayores atrocidades con la actitud del que cumple con un trámite administrativo (con Eichmann como epítome), sino también de quienes asisten a las mismas minimizando por completo su importancia.

Por supuesto que no todo el mundo tiene la misma responsabilidad en esta situación en que hemos terminado desembocando. Regresemos a la imagen de la rana en el agua hirviendo para señalar la que corresponde a cada cual. Quienes controlan los fuegos la tienen, muy grave, por ir subiendo la temperatura del agua sin el menor escrúpulo, convencidos de que de su ebullición pueden acabar sacando algún tipo de provecho. Pero la rana tiene su propia e intransferible responsabilidad por no reaccionar ante lo que se le avecina. Sobre todo si sonríe, con satisfecha indolencia, como si el mayor desastre le resultara ajeno. Incluido su propio final.

Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Es autor de Transeúnte de la política (Taurus).

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