Una pequeña embriaguez de poder
Los disturbios en distintas ciudades de España se sostienen en un viejo y radical enojo
Lo que parece que ha quedado claro a estas alturas es que los disturbios que se han desatado bajo la bandera de defender la libertad de expresión poco tienen que ver con el propósito que supuestamente los alienta. No tiene sentido que la violencia que reina en las calles pueda sostenerse en la legítima reivindicación de que las palabras puedan circular sin la amenaza de terminar con los huesos en la cárcel. La metáfora más reveladora del despropósito fue el ataque a la sede de El Periódico, un medio cuya razón de ser es justamente la utilización de la palabra, y el afán de hacerlo con la máxima libertad posible. La rabia de los adoquines carece de justificación. Entonces, ¿qué motor mueve las piezas?
Cuando Friedrich Nietzsche, en el que sería su último año de vida lúcida, se afanaba en auscultar qué veneno llevaba dentro la sociedad de su tiempo solía terminar despotricando contra el cristianismo. En una de sus anotaciones de El crepúsculo de los ídolos apunta a esa suerte de instinto que sostiene a cada uno de sus seguidores, la íntima convicción de que “alguien tiene que ser culpable de que él se encuentre mal”. De ahí procede esa “bella indignación” que los conduce a lanzar injurias, y que al hacerlo eso les produzca, escribe, “una pequeña embriaguez de poder”. “Ya la queja, el quejarse, puede otorgar un encanto a la vida, por razón del cual se la soporta: en toda queja hay una dosis sutil de venganza, a los que son de otro modo se les reprocha, como una injusticia, como un privilegio ilícito, el malestar, incluso la mala condición de uno mismo”. Lo que Nietzsche quiere señalar, llámese como se llame —ese fragmento lo tituló El cristiano y el anarquista—, es la manera de operar de ese mecanismo interno cuyo cometido fundamental es confirmar que si me va mal es porque alguien es culpable de que así sea y que, por tanto, tengo todo el derecho a arramblar con todo. La “bella indignación” es tan fuerte, ha echado raíces tan profundas y se alimenta y robustece en esos susurros que circulan y engordan el resentimiento, que solo falta encender la mecha. Hay quienes a todo esto lo llaman nihilismo. El estallido sin proyecto alguno, sin horizonte, la mera explosión de la furia.
Esa pequeña embriaguez de poder se ha podido ver en las imágenes de los altercados de estos días en Barcelona (y en otros lugares). Romper los escaparates de los comercios, derribar las puertas de las tiendas, llevarse cuanto se encuentra en las estanterías: lo que exhibían esas turbas que se afanaban en destruirlo todo no era mucho más que la musculatura de un radical enojo. Estamos encantados de hacerlo, parecían proclamar delante de las cámaras, muchas veces de manera prepotente, seguros y convencidos de tener la razón de su parte: si me encuentro mal es que alguien es culpable. Así que voy a por él. Una pancarta lo resumía con elocuencia: “Nos habéis enseñado que ser pacíficos es inútil”. ¿Qué es entonces lo que sirve? ¿Atacar a diestra y siniestra y llevarse las cosas de las tiendas como un inmenso trofeo?
Decía Elias Canetti en Masa y poder que donde se origina la descarga de esas multitudes sin rostro, “en su mismo núcleo, no es tan espontánea como parece”. Si tiene razón aquel fino estudioso de las muchedumbres, estos lamentables incidentes no han ocurrido por casualidad y habrá quien pase el cepillo para recoger las monedas. Siempre hay quien utiliza la “bella indignación” de los nihilistas para hacer caja.
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