Dedos
Cuando comienzo un relato, llevo mucho cuidado con esto, con empezarlo. De hecho, me preocupa más comenzarlo que terminarlo
Ayer vi por la tele una película que a los 10 minutos de empezar no había comenzado. En tales circunstancias, corto y escojo otra. Pero a veces sigo adelante para ver hasta dónde es capaz de llegar su perpetrador. La de ayer, finalmente, terminó sin haber empezado.
Cuando comienzo un relato, llevo mucho cuidado con esto, con empezarlo. De hecho, me preocupa más comenzarlo que terminarlo, pues la experiencia dice que si logro un principio conseguiré un final. De todos modos, la tentación de llenar páginas y páginas sin comenzarlo es grande. Se lo comento a mi psicoanalista: “Ayer vi en la tele una película que terminó sin empezar”. “¿Y eso qué le sugiere?”, me pregunta. “No sé qué me sugiere”, digo yo, “me irrita, pero al mismo tiempo me da envidia porque muchas de estas películas son las más valoradas por la crítica. Con frecuencia, siento ganas de llamar al crítico y gritarle: ¿Pero no te das cuenta de que sólo has visto un ejercicio de dedos?”.
La terapeuta permanece en silencio unos segundos. Luego dice que los ejercicios de dedos también son interesantes. Por mi parte, opino que los ejercicios de dedos se deben quedar en la trastienda. Entonces, ella me pregunta que desde cuándo acudo a su consulta. “Desde hace varios años”, respondo. “¿Y cree”, insiste, “que ha comenzado de verdad su análisis o que sigue haciendo ejercicios de dedos, como en los primeros días?”.
He ahí un golpe bajo. El mes pasado le propuse que lo termináramos y, tras discutirlo durante dos o tres sesiones, llegué a la conclusión de que ni siquiera lo había comenzado. Aunque, para decirlo todo, los ejercicios de dedos no van nada mal. De modo que, cuando llego a casa, busco la película de ayer para volver a verla. A ver qué pasa.
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