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Columna
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El vértigo de la opinión infundada

Siento que nos falta información para saber qué tan razonables son las disposiciones específicas sobre la libre elección de sexo, la eliminación de los requisitos médicos o la edad adecuada para hacerlo

Fernando Vallespín
Irene Montero, junto a Carmen Calvo, durante su toma de posesión como ministra de Igualdad en enero de 2020.
Irene Montero, junto a Carmen Calvo, durante su toma de posesión como ministra de Igualdad en enero de 2020.ULY MARTIN (EL PAÍS)

Se atribuye a los tertulianos una característica capacidad para opinar sobre todo lo divino y lo humano, aunque en realidad es lo que hacemos todos. La diferencia está en que suelen —solemos— hacerlo en público, y esa es la diferencia que hace la diferencia. De ahí deriva una especial responsabilidad que algunos se toman a la ligera, pero que a otros les —nos— da vértigo. Sobre todo, porque toda opinión no es más que eso, una opinión. Es decir, al contrario que los hechos, no puede aspirar a poseer un contenido de verdad. No son axiomas científicos. Pero eso no las exime de estar bien argumentadas, que se asienten sobre informaciones correctas y atiendan al mayor número de evidencias posibles.

Esto viene a cuento del borrador de la ley trans, algo sobre lo que hay que posicionarse porque afecta a un colectivo al que hasta ahora no habíamos atendido como merece. Ocurre, sin embargo, al menos es lo que a mí me pasa, que no tengo claro qué opinar sobre algunas de las cuestiones que allí se suscitan. Aun siendo un tema complejo y sensible, la discusión sobre la Ley de la Eutanasia permitía establecer con suma claridad cuáles eran las diferentes posiciones y qué consecuencias se derivaban de optar por una solución u otra. Posicionarse ante ella era relativamente sencillo. Justo lo contrario de lo que nos encontramos con esta nueva ley —insisto, hablo en primera persona del singular—. Siento que nos falta información para saber qué tan razonables son las disposiciones específicas sobre la libre elección de sexo, la eliminación de los requisitos médicos, la edad adecuada para hacerlo, la cuestión de la hormonización, etcétera.

Puede que esta indefinición tenga que ver con el hecho de que el debate ha entrado en el terreno de las disputas políticas y las guerras de poder dentro de determinados colectivos más que en el de la argumentación propiamente dicha. La derecha no quiere ni oír hablar del tema, y la izquierda muestra una importante fractura que, cómo no, se ha trasladado al interior del mismo Gobierno. Además, introduciendo un curioso sesgo generacional al marcarse al sector crítico con el proyecto con el calificativo de veteranas feministas socialistas. ¿Son por ello menos progresistas?

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El caso es que el debate viene de lejos, y ya se han aprobado regulaciones al respecto en muchas Comunidades Autónomas. También, desde luego, en muchos otros países. Y si las hay es, no lo olvidemos, porque existe una necesidad objetiva de abordar la cuestión para satisfacer la lógica ansia de “despatologización” de este colectivo. El fin me parece razonable, lo que no tengo claro es el cómo. ¿Por qué no lo discutimos con calma más allá de trifulcas partidistas? Muéstrensenos cómo lo han resuelto en Suecia o Alemania, por ejemplo. O en qué se diferencia este proyecto de ley de otros de nuestro entorno. Escuchemos también la voz de los afectados. No lo convirtamos en una guerra cultural más, sino en la ocasión para permitirnos acceder a una opinión fundada. Las partes en disputa podrán tenerlo muy claro, pero no por eso dejan de ser opiniones. Lo ideal es que los demás también accedamos a la nuestra o, si nos convencen, optemos por alguna de las que se nos ofrecen. Quítennos el vértigo.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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