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Columna
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Las elecciones del cansancio

Que nadie se lleve a engaño: todo indica que de las urnas sólo puede salir una mayoría de los partidos independentistas hoy en abierta disputa o una mayoría de izquierdas nada fácil de articular

Josep Ramoneda
El vicepresidente del Gobierno de Cataluña, Pere Aragonès, mira una intervención en video del exvicepresidente Oriol Junqueras durante un acto electoral celebrado esta tarde en Barcelona.
El vicepresidente del Gobierno de Cataluña, Pere Aragonès, mira una intervención en video del exvicepresidente Oriol Junqueras durante un acto electoral celebrado esta tarde en Barcelona.Quique García (EFE)

La pandemia y la larga resaca de la crisis de octubre de 2017 marcan unas elecciones catalanas con alta carga de fatiga. En tres años el conflicto catalán ha quedado instalado en una fase de estancamiento que, aunque algunos pueden verla como un respiro y otros como la antesala de un nuevo salto, en realidad es nociva para todos: para Cataluña, cada vez más baja de tono, instalada en una fase en que predomina el desánimo y la sensación de bloqueo, y para España, que sigue evidenciando la dificultad de afrontar políticamente la cuestión catalana, con el Gobierno postergando las señales de acercamiento, y poniendo de manifiesto los desajustes de un régimen en el que reina la confusión de poderes entre política y justicia.

A una situación ya compleja de por sí vino a añadirse la pandemia, que, además de la pérdida de vidas, lastra a la ciudadanía con una carga psicológica que no ayuda a afrontar cuestiones complejas. Puede que el efecto fatiga haya contribuido a desmovilizar al soberanismo y ciertamente la amenaza a la salud es la mejor garantía de la servidumbre voluntaria. Ha aumentado el desgaste de los gobernantes y el cansancio de los ciudadanos, y con él la sensación de que la política catalana languidece.

Las elecciones deberían servir para reactivar la gobernanza y acabar con el doble lastre de la confusión en la gestión y el recurso a las grandes promesas que la cruda realidad ha convertido en simples letanías. Unos esperan de ellas la derrota del independentismo que vienen anunciando desde hace una década, otros la confirmación de la mayoría soberanista, pero creo que lo razonablemente deseable sería que de estas elecciones saliera la reconducción de la cuestión catalana al ámbito de la política, con la progresiva desjudicialización que empieza por los indultos y el mutuo reconocimiento de las reglas del juego. Y un Gobierno que ponga a Cataluña en la imprescindible vía de un relanzamiento político, moral y económico después de la doble crisis.

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Las circunstancias no ayudan y lo más probable es que estas elecciones las decida la abstención —es decir, que gane el que logre que menos votantes se le queden en casa—. Unas cifras bajas de participación serán argumento para la deslegitimación que utilizarán los que pierdan. Pero, en cualquier caso, ni será la derrota definitiva del independentismo ni un nuevo salto de este hacia el paraíso, por más que unos y otros sigan instalados en sus soliloquios, para garantizar, por lo menos, la movilización de los convencidos. Si algo puede mover los márgenes es el cansancio. Pero que nadie se lleve a engaño: todo indica que de las urnas sólo puede salir una mayoría de los partidos independentistas hoy en abierta disputa o una mayoría de izquierdas nada fácil de articular. Y la política se hace afrontando la realidad, no negándola conforme a los intereses de cada uno.

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