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Columna
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Covid-19: el tiempo de las perras

Atravesamos una metamorfosis. De repente somos conscientes de nuestra humanidad, de nuestra ambigüedad, de nuestra fragilidad, de nuestra soledad, hasta de nuestra banalidad

Nuria Labari
Una anciana recibe la visita de sus familiares a través de una ventana de su residencia en Valencia.
Una anciana recibe la visita de sus familiares a través de una ventana de su residencia en Valencia.BIEL ALIÑO (EFE)

La primera vez que lo leí fue en La Carne, la novela sobre vejez, cuerpo y sexo de Rosa Montero: “Cada doce meses del calendario que pasaban, para ella era como si se multiplicaran por siete, así de definitivos y de vertiginosos eran los cambios y las pérdidas”. Me impactó, lo subrayé, pero no lo experimenté. Este año he vuelto a leerlo. Esta vez a Camila Sosa en Las malas. “Murió joven, devastada por su particularidad luego de envejecer aceleradamente tal como envejecen las perras, las lobas y las travestis: un año nuestro equivale a siete años humanos”. Curioso que las dos escritoras hablen de una revolución temporal en un proceso de metamorfosis.

Ahora me doy cuenta de que yo también soy una de ellas: la covid me ha convertido en una perra del montón. No sé si vieja o travesti o las dos cosas, pero el hecho es que he cumplido siete años extra. A mis 41 años cronológicos tengo ya 48 años covid. Y por lo que apunta la tercera ola, cumpliré los 55 en un soplo más, en el mejor de los casos. Es un hecho: la covid-19 ha iniciado el tiempo de las perras y no hay quién lo pare. Por eso muchas personas de edad avanzada no ven salida a esta pandemia, porque sienten que cuando quiera terminar ya será demasiado tarde. Y por eso cada vez vuela más bajo el techo del horizonte: todos envejecemos vertiginosamente mientras el final de esta crisis se aleja cada día un poco más. No hay marcha atrás, dado que el tiempo es irreversible: no volverán mis siete años perdidos. Por si fuera poco, nuestra relación con el espacio también ha cambiado: la ciudad, la casa y el trabajo ya no son los de antes. La covid-19 ha producido una revolución espacio temporal capaz de poner en jaque a la física cuántica.

Pero da igual. Las leyes físicas no son relevantes para el nuevo tiempo perruno. Después de todo, la ciencia siempre ha ido por detrás de la literatura en sus iluminaciones poéticas. Gracias a la poesía hoy sabemos que el tiempo no es ciencia ni reloj. Porque el tiempo humano no es otra cosa que un sentimiento y tiene que ver con la duración de las cosas, con las cosas que no están y que antes estuvieron, con las cosas que deseas y aún no tienes. Por eso nuestra sensación temporal depende de la cantidad de impactos conscientes que tenga dicho tiempo sobre nuestra experiencia. En una guerra hay muchos impactos y el tiempo vuela, lo mismo que en la crianza del primer hijo, por poner dos ejemplos distantes. En cambio, si recibimos pocos impactos, puede parecer que el tiempo no pasa, incluso que no existe. Esa sensación la conocí el verano que viví aislada en una cabaña noruega y puedo asegurar que solo hay una cosa peor que las galopadas del tiempo, y es que se detenga. Si alguien tiene dudas, puede leer La montaña mágica de Thomas Mann y verá cómo se reconcilia con las prisas.

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Lo malo es que este tiempo acelerado no es un caballo fácil de domar. Vamos a pelo y no tenemos herramientas capaces de amansarlo, solo inútiles relojes y calendarios. Sin embargo, aquí estamos, como perras al galope. Porque, nos guste o no, hemos sido convertidos en viejos o travestis por la covid-19. Es decir, estamos atravesando una florida metamorfosis sobre la que no tenemos ningún control. Y de repente somos conscientes de nuestra humanidad, de nuestra ambigüedad, de nuestra fragilidad, de nuestra soledad, hasta de nuestra banalidad.

La buena noticia es que la vida es mejor siendo vieja o travesti que siendo mentira. Prefiero ser la protagonista de La carne o la travesti de Las malas que vivir empalmando rutina con vacaciones con la vacua alegría de quien se cree eterno. A lo mejor es hora de acepar el cambio y recurrir a las maestras. Camila Sosa desmembra la vida travesti en forma de furia y de fiesta. Y nos sacude cuando escribe: “¿Qué es esta fascinación por la tristeza que tanto les subyuga? Para nosotras es inaceptable dejarse ganar por la tristeza, creemos que es un error”. Y tiene razón, la vida perra obliga a la alegría. Porque ceder un solo instante significa perder la vida. Rosa Montero lo explicaba así en La carne. “La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor.” No es momento de desperdiciar nada. Es pues la hora de las lobas, del aullido, de la noche, de la furia, de la tierra arañada y de la vida. No hay nada que temer porque en el tuétano de este nuevo tiempo no hay ningún virus, solo nuestra propia humanidad. Y en ella reside nuestra alegría. Feliz cumpleaños pues a todas las vidas perras de este nuevo tiempo.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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