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Columna
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Vacuna obligatoria

La decisión de un juez de Santiago de forzar la vacunación de una anciana es una vía de progreso

Javier Sampedro
Residencia de mayores DomusVI del barrio de San Lazaro, en Santiago de Compostela.
Residencia de mayores DomusVi del barrio de San Lázaro, en Santiago de Compostela.OSCAR CORRAL

Nos solemos quejar de la lentitud de la justicia, pero Javier Fraga, el juez que estaba de guardia el viernes por la tarde en Santiago de Compostela, acaba de pulverizar todas las marcas de velocidad registradas por los estudiosos del Derecho. Una anciana incapacitada alojada en una residencia tenía que vacunarse el domingo, según los planes de la Xunta, pero su hija se negaba a hacerlo por presiones familiares y un miedo difuso y apenas explicable a los productos de la big pharma. La residencia llevó el tema al juzgado, y el juez Fraga tuvo que tomar una decisión importante y pionera a velocidades supralumínicas. Obligó a vacunar a la anciana pese a la oposición de su hija. Y solo dos días después de que le llegara el papeleo, el domingo que estaba previsto por la autoridad sanitaria gallega. La vacuna no ha llegado todavía al centro, lo que resta impacto narrativo al caso, pero esa es otra historia. La decisión del juez Fraga sigue siendo esencial, siquiera como precedente.

La argumentación del juez es tan interesante como su decisión misma. Su resolución está basada en la mejor ciencia disponible, que nos dice que los riesgos asociados a ponerse la vacuna son claramente inferiores a los de no hacerlo. La seguridad de las vacunas de Pfizer y Moderna viene avalada por unos ensayos clínicos en los que han participado 70.000 personas. El argumento de la hija para rechazar la vacuna implica un temor bastante común entre la población, según han revelado las encuestas del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas): que no quieren ser conejillos de Indias, que prefieren esperar a que se vacunen otros. La solidaridad no es tan común como creemos. En cualquier caso, ya hay decenas de miles de voluntarios que se han vacunado antes que la anciana de Santiago, y gracias a ellos sabemos que la vacuna es segura y eficaz.

El juez Fraga también justifica la urgencia de la medida (olvidemos de nuevo que la vacuna no ha llegado en la fecha prevista). “Pocas cosas hay más urgentes que salvar una vida”, dice con un argumento francamente difícil de refutar. Si sus criterios se extienden, o si acaban sentando jurisprudencia tras un largo recorrido judicial estamento arriba, tendrán un efecto notable, porque hay residencias por toda España que están emprendiendo acciones judiciales para poder vacunar a los residentes incapacitados pese al rechazo de sus familias. La cuestión tiene relevancia sanitaria y jurídica.

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La mera idea de que la Administración, o alguno de sus poderes, obligue a la gente a meterse una sustancia en el cuerpo contra su voluntad puede producir escalofríos y acusaciones de incurrir en un Estado clínico, dirigido por una élite grotesca de tecnócratas desnortados. Pero ceder a las exageraciones de la ciencia ficción, un género que tiende a llevar todo al límite, tal vez no sea la mejor guía para interpretar la ley de una forma razonada y profunda. Los dilemas éticos que nos vamos a encontrar en el futuro previsible van a ser como el del juez Fraga, menos pomposos y más personales, menos abstractos y más sensibles a flor de piel. Que un familiar esté legalmente a cargo de una anciana no le otorga la libertad de hacerle daño.

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