Arte
Las novelas de Javier Fernández de Castro tienen un espacio único, una tierra esquilmada, yerta, baldía, azotada por el hielo en invierno, abrasada en verano
Ante una línea de pinturas, en cualquier museo, de haber entre ellas un Greco difícil será no distinguirlo. Los creadores tienen un trazo tan personal que no pueden evadir el reconocimiento. Es lo que sucede con la novela póstuma de Javier Fernández de Castro, Una casa en el desierto (Alfaguara). Hace medio año Javier murió sin haber visto su libro impreso, pero a sus amigos nos transmitió la sensación de que era consciente de su valía. No erraba: su última novela es soberbia.
Todo novelista personal y original posee, además de un lenguaje inconfundible, una imaginación capaz de construir lugares y tiempos hasta hacerlos más reales que la realidad. Las novelas de Javier tienen un espacio único, una tierra esquilmada, yerta, baldía, azotada por el hielo en invierno, abrasada en verano. En ese territorio, cuidadosamente descrito, se mueven unos personajes libres de toda carga sentimental. Suelen aparecer en forma de familias y múltiples personajes que se entregan a tareas casi imposibles con una increíble habilidad técnica.
Esta vez, en un pueblo que se llamó Herrera de la Cañada, en la parte de la Llanada de Aranzana, cayó la ruina cuando se perdió la cañada y dejó de transitar la única clientela del pueblo. A ese lugar de rastrojo y peñascal llega un día un misterioso holandés dispuesto a crear una industria dedicada a la manipulación de residuos metálicos, pero como no debo revelar nada más, quede ahí el inicio de lo que será una tragedia aún mayor que la desaparición de la trashumancia en Herrera. La historia del director de la planta y sus cinco hijos es un maravilloso canto a la vida.
Javier no tuvo más reconocimiento que el de sus mayores (especialmente Ferlosio y Benet) y sus amigos. Tenga ahora más fortuna su memoria.
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