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Tribuna
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¿Por qué los políticos proponen malas políticas?

Las decisiones deben ser sexis, simples, fáciles de entender y simbólicas para los tuyos. Si además generan rechazo del contrario, serán infalibles. Por ello se incurre en la polarización en tiempos de redes

Toni Roldán
Trib Toni Roldan
RAQUEL MARÍN

Los avances en el uso de datos y técnicas experimentales en ciencias sociales nos permiten tener evidencias mucho más sólidas sobre las políticas que funcionan y las que no. Sin embargo, esos avances no parecen haberse traducido en un debate político de mejor calidad. Los políticos siguen proponiendo malas políticas, a menudo, sin sustento en la evidencia empírica o netamente peores en términos de equidad y eficiencia que otras políticas disponibles.

2020 ha venido cargado de esas malas políticas. Piensen, por ejemplo, en la reciente propuesta del Gobierno de implementar un sistema de controles de precios al alquiler o en las propuestas recurrentes de bajadas del IVA. Para mejorar la accesibilidad de los jóvenes o de los colectivos vulnerables a la vivienda, la experiencia de muchos países nos muestra que son más efectivas las subvenciones temporales al alquiler para esos colectivos que los controles de precios. Para ayudar a personas con bajos ingresos es mejor hacer mayores transferencias de renta a esos colectivos específicos que bajarle a todo el mundo, incluidos los ricos, el IVA del pan integral.

Sin embargo, las malas políticas son muy persistentes. ¿Por qué? Una primera hipótesis es que los políticos no saben. Es verdad que el nivel de formación de los políticos es mejorable, en España y en todas partes. Pero lo cierto es que todos los políticos tienen acceso a información y a equipos técnicos que pueden ayudarles.

Una segunda hipótesis es que los políticos están “capturados”. Esta podría estar relacionada con la primera hipótesis: como los políticos no saben, pues simplemente asumen como propia la propuesta de cualquier grupo de interés. Por ejemplo, del gremio de veterinarios que quieren mejorar sus márgenes de negocio y pagar menos IVA.

Una tercera hipótesis es que los políticos están muy ideologizados, tienen una visión muy fuerte de quiénes son los buenos y los malos en la sociedad y les importa bastante poco lo que digan los estudios respecto de las políticas que proponen. Esta es sin duda relevante para España.

Sin embargo, hay una cuarta hipótesis menos evidente, pero que resulta esencial: las políticas deben de ser sexys. ¿Y qué es una política sexy para un político hoy? El primer requisito es que sea simple, la mayoría de ciudadanos no tiene tiempo para entender cosas complejas. Si esa política es también simbólica y todo el mundo la asocia automáticamente a “los tuyos”, mucho mejor. Y si además causa un fuerte rechazo en tus adversarios, esa política será infalible.

El objetivo es siempre generar titulares. Si no lo hace, no estará en el debate, no se viralizará en redes y no aparecerá en las tertulias. Será una bala perdida. Y como sabe cualquier spin doctor que se precie —y que haya leído al lingüista de Berkeley George Lakoff—, si en política no se habla de ti, estás muerto.

Los populistas lo saben bien: cuando Trump propone construir un muro de 20 metros “para que no vengan más inmigrantes violadores mexicanos”, no le preocupa solucionar el problema de la inmigración. Lo que quiere es definir el marco mental para que el debate se polarice en torno al tema que a él le conviene. Y para eso nada mejor que una propuesta simple, simbólica y divisiva (por cierto, ¿alguien recuerda alguna de las políticas —complejas e integradoras— de Hillary Clinton?).

Una propuesta compleja de mochila austriaca o un procedimiento extrajudicial de mediación hipotecaria pueden ser fórmulas muy efectivas para mejorar la protección de los trabajadores o para reducir los desahucios. Sin embargo, no son políticas sexys. Es mucho más sexy decir que vas a subir un 20% el salario mínimo —aunque eso pueda redundar en más desempleo y no solucione el problema de la pobreza laboral— o decir que vas a prohibir los desahucios —aunque eso, a la larga, termine secando el mercado de la vivienda—.

Los políticos anticipan el comportamiento de los periodistas y los periodistas que siguen la política tienen que producir mucho en muy poco tiempo. Si sus artículos o comentarios sistemáticamente no se comparten en redes y no tienen clics en la web, su jefe probablemente los mandará a paseo.

Cualquier buen periodista (como cualquier buen tuitero) sabe que nada genera más tracción que las noticias divisivas. “If it bleeds, it leads” (lo que sangra, lidera), reza un viejo mantra del periodismo americano. Por eso a los periodistas políticos les interesa poco escribir sobre temas que no son divisivos, ¿cuántos artículos sobre ciencia o cambio climático han visto viralizarse últimamente? Hay poca sangre ahí. Y eso no vende.

Las políticas identitarias suelen cumplir los tres requisitos a la perfección. Pensemos en la enmienda reciente de ERC que ha copado los medios durante semanas. Imposible un mensaje más sencillo para los medios: “El castellano va a dejar de ser lengua vehicular en Cataluña”. Ideal para “los tuyos”: nada más simbólico para el nacionalismo que la inmersión lingüística. Perfecto para generar cuña: nada moviliza más al adversario antinacionalista que una amenaza a la lengua castellana.

¿Ha solucionado el debate algún problema? No. En Cataluña, de facto, hace 30 años que el castellano no es lengua vehicular: todas las clases salvo la de lengua española se enseñan en catalán. La enmienda tiene poco valor jurídico. El Tribunal Supremo ya dictó sentencia en 2015: debe enseñarse un 25% en castellano. Esa sentencia no se cumple, pero eso no importa. Lo que importa es que se hable del tema. ¿El resultado? Una gigantesca pérdida de tiempo para la mayoría y un montón de atención para los nacionalistas.

Los votantes no tienen tiempo para leerse los programas electorales y mucho menos para analizar los pros y contras de cada una de las políticas que se proponen. Cualquier “buen” político lo sabe y si tiene que elegir entre una política sensata, pero compleja, y una mala política, pero simple, simbólica y divisiva, tendrá fuertes incentivos para elegir la segunda. Si lo hace, tendrá impacto, se hablará de él y, si añade un zasca elocuente, tendrá sus ocho segundos de gloria en el telenoticias.

La solución a todo esto no es muy halagüeña. En la era de las redes sociales y con un Parlamento con más fuerzas políticas y más radicales en ambos lados del tablero la competición por la atención se ha vuelto furibunda. Los partidos necesitan diferenciarse. Necesitan que se hable de ellos. Para lograrlo, la inercia es proponer cada vez más (malas) políticas polarizantes y menos (buenas) políticas complejas. En ese mundo, la mayoría siente cada vez más desinterés por la política. Y la democracia, poco a poco, se va deteriorando.

Toni Roldán Monés es director de EsadeEcPol y Visiting Professor in Practice en LSE.


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