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Tribuna
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El fin del año de la peste

Contra lo que proclamó nuestro Gobierno, ni hemos vencido al virus, ni vamos a salir más fuertes cuando salgamos, ni estamos más unidos tampoco: los mismos que nos reclaman solidaridad, propalan la división

Juan Luis Cebrián
El fin del año de la peste
EVA VÁZQUEZ

El próximo jueves el reloj dará las campanadas que marquen el fin del año de la peste. Un tiempo arrebatado a la Humanidad. Hacía un siglo que el mundo no padecía una catástrofe semejante. Solo la gripe de 1918, que multiplicó las derrotas de la Gran Guerra, y el ominoso conflicto mundial de los años cuarenta, escenario del Holocausto de los judíos y prólogo del exterminio nuclear, son precedentes de un hecho global tan fatídico como el que padecemos, capaz de afectar a toda la población del planeta.

Para cuando se publiquen estas líneas se habrán contabilizado ya 1.800.000 personas muertas por covid, y 80 millones de contagiados. En España, el número oficial de fallecimientos supera los 50.000, aunque las cifras reales son probablemente un 30% o un 40% más abultadas. La riqueza mundial ha descendido un 6% y el producto interior bruto español se ha despeñado en casi dos veces dicho porcentaje. La Organización Internacional de Trabajo anuncia que el desempleo puede rebasar los 200 millones de parados en el mundo, cerca de un 2% de ellos en nuestro país. Este es el balance de los solo 10 meses transcurridos desde que se declarara oficialmente la pandemia por las autoridades sanitarias. Despidamos a 2020, y a la nueva normalidad que las autoridades anunciaban, con una patada que en no pocos casos habría que atizar a la cara del poder.

Contra lo que proclamó nuestro Gobierno, y tantos otros que en el mundo han sido, ni hemos vencido al virus, ni vamos a salir más fuertes cuando finalmente salgamos, ni estamos más unidos tampoco: los mismos que nos reclaman solidaridad, propalan la división. En las epidemias, como en las guerras, la verdad se cuenta entre sus primeras víctimas. Pero, por más que la silencien, la misma verdad es terca: familias destrozadas, ancianos muertos en su soledad, abandonados en sus camas, enterrados a toda prisa, en ocasiones con serios errores de identificación, cadáveres apiñados en pistas de recreo, cientos de miles de empresas en la ruina, mientras se multiplican las colas del hambre, se colapsan hospitales, se inmoviliza a la población, se la culpabiliza, se la rastrea, se la intimida con un enemigo letal, de origen todavía hoy desconocido. El panorama se repite por doquier en nuestro mundo. A todos iguala la enfermedad: países ricos y pobres, sin distinción de sexos, etnias, lenguas ni religión. Así será también cuando suenen las trompetas del Día del Juicio.

Junto a la mentira, fruto de ella, crecen la desconfianza, el miedo, la falta de empatía, de liderazgo y de humildad que los dirigentes proyectan sobre sus pueblos; también sufrimos la manipulación de las protestas por quienes ven en ellas una oportunidad de desafiar al poder para tratar de alcanzarlo. Son demasiados quienes pretenden aprovecharse de las flaquezas ajenas para rentabilizarlas en su propio beneficio. El virus amenaza además con transformar perdurablemente nuestras formas de vida. Sin tocarnos, sin olernos, sin descubrir el rostro, perece la simpatía entre las gentes. No solo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados; también, entre los gobernantes y sus adversarios y, finalmente, entre los gobernantes mismos entre sí. Simpatía: del griego, sentir con el otro, comunidad de sentimientos. Sin simpatía no hay convivencia, no hay proyecto, no hay responsabilidad. Sin proyecto tampoco habrá futuro.

Albert Camus, en su inolvidable novela donde describió la invasión de la ciudad de Orán por millones de ratas, definió con rigor las consecuencias de la peste: el exilio interior de quienes la padecen, la soledad, la incomunicación y el miedo. Para combatirlas nos inundan de palabras nuevas o recuperadas: confinamiento, coronavirus, covid, resiliencia, perimetraje, toque de queda... También escamotean otras: dolor, aflicción, negligencia, ignorancia. Los políticos llaman a la unidad de los ciudadanos mientras ellos se insultan en los parlamentos; convocan a la responsabilidad mientras la eluden, a la solidaridad mientras la rompen. En el caso español, 17 estrategias contra un mismo enemigo; en el caso europeo, solo el dinero, no los valores democráticos, parece unir la toma de decisiones; a nivel planetario, sálvese el que pueda. Cada país llora a sus muertos y protege a sus ciudadanos. ¿Habrá quien se interese también por la suerte de los otros?

La ocultación de la verdad, la dispersión en las medidas, el secretismo sobre la identidad de quienes las toman, la arrogancia de los comunicadores, la ausencia de liderazgo, el oportunismo en suma, reinaron desde un principio en la gestión de la crisis. Trump recomendó inyectarse lejía en las venas; Bolsonaro repudia reiteradamente en público el uso de tapabocas; en España se anunció oficialmente que solo habría un par de contagiados y que no valían para nada las mascarillas, antes de obligarnos a llevarlas y detener policialmente a quienes se resistieran a ello. El pretexto era no alarmar al público, porque no existían suficientes unidades en el mercado. Lo único que verdaderamente alarma a los pueblos es que les mientan sobre las amenazas que sobre ellos se ciernen. Y mientras se silencia ilegal e ilícitamente el nombre de los expertos que aconsejan al poder, o se rechaza una auditoría pública de la gestión del Gobierno, este inaugura un registro de vacunados y no vacunados. Quienes manejan nuestra identidad se niegan a dar la suya. De modo que, junto a la verdad, la ley y el Estado de derecho también sufren tortura. Se otorgan por doquier poderes extraordinarios para los Gobiernos, muchas veces sin control parlamentario, sin un debate previo y recurrente, sin la transparencia debida.

El terror nace en la oscuridad, en el aislamiento y en el silencio del otro. “Lo hemos hecho y lo hacemos lo mejor que podemos”, se exculpan los responsables. Quizás ellos lo creen así, pero no es cierto por compungidos que se muestren: en el caso español al menos lo pudieron hacer mejor, lo pueden hacer mejor todavía, tanto el Gobierno como la oposición. El pasmo y la ineptitud de que unos y otros hicieron gala al comienzo de la invasión era perdonable. Tuvieron que improvisar respuestas ante un enemigo desconocido y letal. No convocaron, sin embargo, a los sabios, sino a los expertos en comunicación, y como explica John M. Barry, autor de un libro fundamental sobre la pandemia de 1918, en tales circunstancias no es preciso gestionar la verdad, sino decirla. El precio de no hacerlo se paga en vidas humanas.

Como en toda catástrofe, hay y ha habido también motivos de esperanza, aunque apenas sirvan de consuelo. La ciencia ha sido capaz de poner a disposición de la humanidad más de media docena de vacunas en tiempo récord, y algunas de ellas suponen una revolución auténtica en la técnica empleada. En España, la responsabilidad de las gentes, también de los más jóvenes, resalta por doquier, y solo se pueden reseñar escándalos puntuales. La dedicación y esfuerzo de los profesionales de la sanidad, del todo admirable, merece un mejor reconocimiento por parte de las autoridades del Gobierno central y de los autonómicos. Menos aplausos, más personal, y un presupuesto acorde con las necesidades: salarios dignos y medios adecuados. En resumen, nuestros ciudadanos sí lo están haciendo mejor de lo que pueden. Frente a un Estado espasmódico, sometido a convulsiones sin cuento incluso por quienes juraron servir y proteger a las instituciones que lo encarnan, sobresale la imagen de esta sociedad civil poderosa y moderna, comprometida consigo misma y con el país, cuyo silencio resignado empañan los bocinazos de la extrema derecha, el griterío de la ensoñación nacionalista y la agitación bolivariana. Ojalá en el año que entra Gobierno y oposición se apeen de su narcisismo y, ante la amenaza común, sean capaces de demostrar al pueblo al que han jurado fidelidad que son capaces de caminar juntos aunque piensen diferente.

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