Contener daños
La crisis provocada por Juan Carlos I exige iniciativas para dar estabilidad a la Corona

Juan Carlos I, rey de España entre 1975 y 2014, ha anunciado esta semana un pago a Hacienda por valor de 678.000 euros para regularizar su situación fiscal en relación con una de las investigaciones que le afectan y tratar de evitar así ser sometido a un proceso judicial. Se trata de un episodio con importantes repercusiones. El pago busca saldar una deuda tributaria por el uso de fondos de procedencia opaca no declarados debidamente y constituye por tanto el reconocimiento de una actitud reprobable por parte del rey emérito. El comportamiento incorrecto es una responsabilidad individual. Es cierto, como dice el presidente Sánchez, que se juzgan personas y no instituciones. Pero sería un error obviar las consecuencias sistémicas que tiene esta cuestión. Yerran quienes intentan relativizar el asunto y pretenden esperar a que el temporal amaine; yerran mucho —o algo peor— quienes, aprovechando las conductas reprobables del rey emérito, buscan reventar el pacto constitucional que tanto progreso ha permitido a España, en una aventura política peligrosa. Es preciso reconocer sin ambages la seriedad y los riesgos de una crisis que nubla el horizonte; y considerar lo necesario para contenerla.
Las circunstancias que han ido aflorando, como es notorio, son graves. Además del uso opaco de fondos aparentemente donados por un empresario mexicano que se ha querido regularizar esta semana, las autoridades investigan si don Juan Carlos pudo cobrar comisiones por la construcción del AVE a La Meca, adjudicado a empresas españolas, y si estas estarían relacionadas con la donación de 65 millones de euros a Corinna Larsen, además de supuestas sociedades a su nombre en el paraíso fiscal de la isla de Jersey. Es probable que estas dos investigaciones acaben archivadas, por gozar de inmunidad en la primera y por falta de fundamento en la segunda, pero eso no resta gravedad a la situación. Felipe VI adoptó tras su proclamación una serie de importantes y apreciables decisiones, tomando distancia de su padre, retirándole la asignación pública, renunciando a la herencia de activos no declarados y fomentando la transparencia en la Casa del Rey. Pero es preciso considerar más aspectos.
En primer lugar, al margen de una regularización que es un paso adecuado en el sentido de saldar cuentas con la Hacienda, es evidente que el rey emérito, que es todavía miembro de la Familia Real, debe a la ciudadanía y a las autoridades explicaciones. Apartarse de la vida pública era oportuno y necesario; eludir explicaciones, no. En segundo lugar, la actuación de las autoridades judiciales y fiscales debe ser impecable en todo el recorrido que puedan tener los hechos sospechosos aflorados. Es necesario despejar cualquier mínima posible duda de trato de favor, como las que ha generado la aparente demora en la notificación plena y formal de las investigaciones, que puede favorecer la resolución sin juicio del fraude regularizado. En ese sentido, es importante que la Fiscalía haya anunciado que las pesquisas continúan. En tercer lugar, hay que asumir que los elementos que se han conocido de la conducta del rey emérito inevitablemente cuestionan el régimen de inviolabilidad de los monarcas en España. Es razonable reflexionar sobre si el deseable intento constitucional de proteger la figura del jefe de Estado debe entrañar un escudo potencialmente vitalicio y total sobre sus actividades privadas. Cabe ponderar una forma de protección acotada a los actos institucionales.
La Constitución de 1978, que consagra al monarca como jefe de Estado, cristaliza un pacto político que es el pilar de la España moderna y su progreso. El sentimiento republicano es legítimo y comprensible. Pero intentar volar el pacto constitucional por la vía de promover un cambio de la forma de Estado, como están haciendo algunos dirigentes de Unidas Podemos, es irresponsable. Por ello, resulta oportuna una reflexión sosegada y compartida sobre posibles mejoras en cuanto a transparencia y rendición de cuentas. En ningún caso está en cuestión el decisivo papel que jugó Juan Carlos I para que la democracia echara sólidas raíces en España, pero es cierto que la honorabilidad y la altura moral han sufrido una mancha. Los poderes del Estado deben emplearse a fondo para que esa mancha quede encapsulada.
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