La verdadera normalidad
Nos aferramos a nuestro antiguo mundo, a pesar de su injusticia, aunque solo sea en la pantalla
El 15 de julio, NBC lanzó Brave New World, una serie basada en la novela homónima de Aldous Huxley. Este otoño se estrenó en España y en apenas dos días se posicionó como favorita en la plataforma que vemos en casa. No tenía intención de verla porque temía decepcionarme, pero su fulgurante éxito hizo que me picase la curiosidad.
Excepción hecha del primer capítulo, en el que se propone una brillante actualización del ambiente del libro, el resto de entregas van desbaratando el complejo universo del autor británico hasta sustituirlo por la habitual trama de intriga, celos y amoríos, aderezada con toques de heroísmo. Es decir, lo que suele suceder en estos casos.
Pero esa homogeneización no explica por sí sola la avalancha de espectadores. Casi a diario se estrenan decenas de producciones con formatos similares y, desde luego, no todas cosechan semejante éxito.
Devota como soy de la novela de Huxley, al principio solo advertí lo que le habían sustraído: la complejidad moral, la estructura de tragedia y el diálogo con la obra de Shakespeare. Cuando ya llevaba unos cuantos capítulos de la serie, comprendí que lo fundamental no era lo que le habían omitido, sino lo que habían introducido.
Si en el libro de Huxley aparece Malpaís, la región que no se ha modernizado por ser inhóspita y poco propicia a los cambios, en la versión audiovisual se ha renombrado ese enclave como Las Tierras Salvajes y se lo ha dotado de mayor protagonismo. En esas Tierras hay una especie de parque temático del pasado en el que se muestran al visitante del maravilloso “nuevo mundo” los horrores de la antigua civilización: el matrimonio, la gestación, los celos, etcétera. Pero, aparte del parque de atracciones, en ese antiguo asentamiento tienen una cotidianeidad que vendría a ser algo así como la nuestra pero bastante más violenta.
Ese es el cambio fundamental, el Malpaís de Huxley era un territorio radicalmente salvaje y ancestral en el que se había olvidado toda norma civilizatoria, la gente iba desnuda, llevaba lanzas, hacían sacrificios y crucifixiones y eran analfabetos. Cuando Lenina, la protagonista habitante del nuevo mundo, viaja a la reserva salvaje, contempla lo que tiene ante sí y horrorizada exclama: “Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas”. La Lenina de la serie, sin embargo, se muestra atraída por los usos del viejo mundo y acaba adoptándolos.
La dicotomía entre estos dos entornos ficcionales, el ancestral y el nuevo mundo, le sirvió a Huxley para reflexionar sobre la encrucijada de Occidente, que se había arrojado en brazos del progreso técnico sin atajar sus problemas morales. Para el escritor británico, nuestra incapacidad de afrontar la ética nos dejaba sin escapatoria: era lo salvaje, con la obediencia a la naturaleza, sin otra ley que la de la mera supervivencia, o la sumisión al control ejercido por la nueva estructura del placer y el consumo en la que la razón quedaba igualmente erradicada. Esta última situación, la que definía la nueva sociedad, era así descrita en la novela por el director de Incubación y Condicionamiento: “Debían haber empezado por la educación moral” —dijo abriendo la puerta. Los estudiantes lo siguieron garrapateando desesperadamente mientras caminaban hasta llegar al ascensor—. “La educación moral, que nunca, en ningún caso, debe ser racional”. Un poco más tarde añadirá: “En suma, la hipnopedia, la mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos (…)”. “La mente que juzga, que desea, que decide (…) formada por estas sugestiones”.
En la serie se ha eliminado la disyuntiva que planteaba Huxley, las Tierras Salvajes no solo se parecen más a nuestra civilización, sino que además se toma partido por ellas. Entre las modificaciones introducidas en ese territorio destaca la de la existencia de una especie de cédula de “resistencia anti nuevo mundo” que se erige en adalid de la dignidad humana y arremete contra los visitantes que vienen del mundo moderno so pretexto de que su sociedad está corrompida. Así lo expresa la jefa del grupo revolucionario: “No tienen nada, no creen en nada (…), te hace preguntarte si seguirán siendo humanos”. Con esta sutil transformación los guionistas consiguen modificar el sentido de la novela, proponiendo una defensa a ultranza de la libertad del individuo, aunque esa libertad, como sucede en la producción audiovisual, desemboque en buenas dosis de violencia, personal y social.
Pero el éxito de la serie no se explica, o no solo, porque defienda los principios del liberalismo porque, insisto, esto suele suceder en la mayoría de estas producciones sin que por ese motivo tengan mayor fortuna. La defensa de ese viejo mundo, que se hace en la adaptación de Brave New World, ha calado porque hace visible uno de nuestros deseos más profundos en estos tiempos: el de que las cosas no cambien.
Porque no queremos una nueva normalidad, queremos la normalidad de verdad, la de antes, en la que salíamos a tomar una caña sin preocuparnos por cosas como la distancia interpersonal. Nos aferramos a nuestro antiguo mundo, a pesar de su injusticia y su violencia, y nos congratulamos de verlo una vez más, aunque solo sea en la pantalla.
Pilar Fraile es escritora.
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