Presos del ‘procés’
Los posibles indultos requieren la renuncia inequívoca a la unilateralidad
El Tribunal Supremo ha revocado las distintas medidas de semilibertad concedidas a los líderes independentistas catalanes condenados y encarcelados por sedición en el caso del procés. Frente a algunas alegaciones, los magistrados recuerdan un principio clave: nadie fue condenado por su ideología independentista, pues “las ideas de reforma, incluso ruptura, del sistema constitucional no son desde luego delictivas”. Algo que ya había enunciado anteriormente, pero quizá nunca con tal rotundidad, que es bienvenida. Así, la sentencia no castigó la “ideología independentista”, sino que los condenados lo fueron por ser declarados autores de un grave delito.
Las decisiones concretas rechazan suavizar su régimen carcelario, por considerarlo un trato “privilegiado”. En un caso, la concesión —por la Generalitat, validada por el juez de vigilancia penitenciaria— del cambio al más favorable tercer grado penitenciario se considera “prematura”. Esa concesión extraordinaria exige una “motivación reforzada” en los casos —como los de la mayoría de los líderes en prisión— en que no se ha cumplido aún una cuarta parte de la pena, si bien llevan en ella un considerable periodo, en torno a tres años.
La otra medida, la de salir a trabajar mediante la aplicación del artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario, se desautoriza por no darse una necesaria “conexión” entre ese programa de tratamiento laboral de reinserción con “los delitos cometidos”. Aunque formulado con tecnicismos, se alude a que la mejora del régimen debe vincularse a una clara voluntad de sus beneficiarios de no reincidir en el futuro en sus conductas ilegales.
Más allá de lo judicial, el terreno de la política debe también tener en cuenta este último y esencial aspecto. La concesión de indultos es una posible medida política de generosidad que ni deslegitima ni contradice ninguna sentencia. Juega en otro plano. Como el de dar fin a una etapa de tensión; desactivar la vinculación sentimental de una parte de la población hacia las conductas que hayan subvertido el ordenamiento constitucional, y facilitar que todo lo que pueda ser resuelto por vía de diálogo antes que de litigio judicial —sin excluir ese último recurso, si es indispensable— recorra ese camino. Es el caso de la atribulada y fragmentada Cataluña actual.
Ahora bien, si todo ello resulta conveniente e incluso necesario, no debe ser resultado exclusivo del esfuerzo realizado desde un solo ángulo. Para que sea fructífero, e incluso factible, en una sociedad demasiado agitada por populismos —el ascenso de su variante ultra se nutrió en gran medida de la irritación generada por la apuesta ilegal de secesión—, desde el ángulo independentista debe recorrerse también un trecho hacia el reencuentro.
¿Cuál? Justamente la inequívoca renuncia a toda futura deriva unilateral. Esto es, a medidas de hecho que contrarían el derecho. A la reiteración de las conductas ilegales. Más claro aún, si cabe: lo que es exigible no es el arrepentimiento de las legítimas ideas de “ruptura del sistema constitucional”, pues “no son desde luego delictivas” (como recuerda el Supremo), sino el rechazo a procurarlas por reprobables métodos y actos delictivos. Y hasta ahora, ni siquiera el sector más pragmático del secesionismo ha excluido completamente esa eventualidad, aunque la sitúe ya en un último y difuso plano.
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