Un giro necesario, pero con garantías
La reforma del proceso penal obliga a extremar la autonomía de los fiscales

El anteproyecto que ha presentado el Gobierno para reformar la Ley de Enjuiciamiento Criminal viene a satisfacer una demanda que desde distintos sectores políticos, académicos y jurídicos se demandaba desde hace tiempo. La actual ley, de 1882, estuvo concebida para un mundo que poco tiene que ver con el de hoy y, al margen de actualizaciones parciales, es necesario una reforma de fondo para adecuar la materia a las exigencias de nuestro tiempo y aproximarla a las legislaciones de los países de nuestro entorno, frente a las cuales ha sido una excepción. El cambio más importante tiene que ver con la instrucción de la causa, que será responsabilidad exclusiva del fiscal como ocurre en la mayor parte de los países occidentales, con lo que se libera de la misma al juez: su papel queda al margen de los intereses en conflicto y su tarea es velar por las garantías de las partes, asegurando que la investigación se realiza dentro del más escrupuloso respeto por los derechos fundamentales. La propuesta se adapta mejor al espíritu de la Constitución y aproxima la legislación española al marco europeo.
Los cambios que introducirá esta reforma, que ya intentaron desde distintos ángulos tanto el PSOE como el PP, son de tal envergadura —deben tocarse otras leyes y el Código Penal— que modificarán radicalmente el funcionamiento de los procesos penales. Por eso resulta imprescindible lograr un gran consenso entre las fuerzas políticas y procurar, durante su tramitación, que se produzcan rigurosos debates técnicos que contribuyan a construir un andamiaje sólido y estable, y con afán de durar.
El mayor problema de la reforma, al otorgar la instrucción a los fiscales, es la de la dependencia jerárquica de la Fiscalía respecto del Gobierno de turno, lo que según sus críticos podría comprometer seriamente la investigación, sobre todo en los procesos por corrupción. Esa dependencia es habitual en las legislaciones de nuestro entorno, puesto que es al Gobierno al que le corresponde ejecutar su política criminal a través de la Fiscalía. Pero esta opera de manera autónoma. De lo que se trata, por tanto, es de reforzar esa autonomía potenciando su imparcialidad, lo que obliga a revisar su estatuto orgánico, introduciendo todas las precauciones que eviten situaciones anómalas que favorezcan el descrédito de la institución. Como la que se produjo con la elección de una fiscal general —Dolores Delgado— que acababa de dejar de ser ministra de Justicia con un Gobierno de análogos objetivos al que la nombraba. Este hecho ha contribuido notablemente a levantar sombras sobre la separación de poderes y podría entorpecer, junto a otros signos que han revelado una intensa politización de la Fiscalía, el desarrollo de una reforma que tiene que estar por encima de la polarización partidista que caracteriza la política española.
La ambición de la reforma, próxima a la que propuso el ministro Caamaño en el Gobierno de Zapatero, es tal que toca un abanico de cuestiones de extrema relevancia. Un problema serio es que no aporta una memoria económica para afrontar un desafío de semejante alcance. Tiene aciertos, como el de mantener la acción popular, pero excluyendo de ella a personas jurídicas públicas, partidos y sindicatos, lo que contribuirá a reducir el politiqueo de trincheras que impregna ciertas causas. Merece apoyo la creación de un estatuto de la víctima, pero el anteproyecto resulta timorato al no ser capaz de defender una policía judicial que dependa de las autoridades judiciales y no del Ejecutivo: es algo que reforzaría claramente la autonomía de la instrucción. El proyecto tampoco aborda de forma satisfactoria el asunto de las filtraciones, que tanto daño hacen al derecho a la presunción de inocencia; la comunicación queda en manos del fiscal, pero no avanza exigencias que garanticen claramente la transparencia informativa. La pelota solo ha empezado a rodar. El primer paso es el de concitar grandes acuerdos en torno a las líneas maestras del plan. Luego habrá que detenerse en los abundantes —y decisivos— tecnicismos y, si hay consenso, a la titánica tarea de reorganización.
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