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Columna
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La buena educación

En lugar de dedicarnos a glosar los errores que cometemos por ser como somos, quizá sería bueno analizar qué nos ha llevado a ser así

David Trueba
Una clase del CEIP López Ferreiro de Santiago de Compostela.
Una clase del CEIP López Ferreiro de Santiago de Compostela.OSCAR CORRAL (EL PAÍS)

Se supone que para cualquiera que siga las informaciones nacionales la cosa está clara. Los nuevos Presupuestos del Estado los ha redactado un comando de ETA en la clandestinidad y la recién aprobada ley educativa ha sido perpetrada por niños con necesidades especiales que quieren invadir los colegios convencionales y dar la murga. A nadie se le escapa que la coalición de Gobierno es fruto del equilibrismo frágil. Hay rumores de que la ampliación del Bernabéu podría servir para albergar el Consejo de Ministros en caso de que los egos allí convocados sigan creciendo. Pero la oposición no está para presumir. Se comportan como la familia Pantoja, que logran picos de audiencia ocasionales, pero la constante parece ser el latrocinio y la traición. La realidad que enfrentamos precisa mejores capitanes, nadie lo duda. Pero esto es como si el día en que nos deja tirados el coche maldecimos no haber pasado la revisión del taller cuando tocaba. Es evidente que la reforma educativa que anhelan los españoles tendría que llegar fruto del consenso. Pero no va a poder ser. Así que en lugar de dedicarnos a glosar los errores que cometemos por ser como somos, quizá sería bueno analizar qué nos ha llevado a ser así.

La división de los españoles nace en el colegio. Según el colegio al que acudes, se interioriza una sensibilidad social que ya nunca te abandona. Por eso las mejores personas casi siempre son fruto de una mala educación. Porque en algún momento de su formación detectaron las señales de adoctrinamiento y se fugaron en rebeldía hacia el paraíso del pensamiento crítico. Basta acudir a la liga deportiva colegial los sábados por la mañana para entender el enfrentamiento básico de nuestra sociedad. Uno lleva su colegio adentro como lleva el riñón y la vesícula. La más peligrosa desidia en nuestro sistema educativo es la que acepta la irreversible ley del más fuerte. Es esa que empuja a la enseñanza pública hacia el gueto marginal, preservando las escuelas privadas y concertadas como refugio de los nacionales, los privilegiados y los que no quieren ver la desigualdad porque están tan arriba en la escalera social que no les conviene bajar la mirada si quieren dormir tranquilos.

Que el reparto de alumnado se haga apelando a un sentido más proporcional no nos convertirá en un país comunista, sino más finlandés y sueco. En la Noruega de la mente, los colegios no se eligen pensando en que el compañero de pupitre te colocará en un consejo de administración, sino promoviendo que el centro escolar más cercano a tu casa sea igual de bueno que aquel que presume de ruta en autobús, uniforme y polideportivo cubierto con piscina. A ese desfase segregador, rancio e intolerable, ya le ha salido una competencia natural. Los mejores colegios de España son rurales, mezclan alumnos de distintas edades, pero tienen alto número de profesores para baja ratio de chavales. Incluso en entornos rurales aislados se disparan sus resultados pedagógicos. Podría corregirse la nueva ley para que el dibujo, el idioma francés, el latín y la filosofía no sean residuales, pues nos invitan a establecer relaciones distintas con la realidad. Ayudar a entendernos a nosotros mismos es la tarea principal de la escolarización. Llegados al Parlamento, esto ya no tiene arreglo. Va cada cual con su colegio, como los niños el sábado al partido.

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