El maldito
Sablonsky dedicó su admirable talento filosófico a exponer la prueba definitiva de la inexistencia de Dios con el fin de que los humanos fueran libres de toda imposición sobrenatural
Sablonsky trabajó con ahínco hasta sumar una discreta fortuna y luego dedicó su admirable talento filosófico a exponer la prueba definitiva de la inexistencia de Dios con el fin de que los humanos fueran libres de toda imposición sobrenatural. Si un humano renunciara a la vida, decía Sablonsky, con perfecta serenidad, lucidez y sosiego, negando que el poder divino pudiera impedirlo, pondría en evidencia que no hay tal Dios porque, de haberlo, no podría permitir la derrota, y al mismo tiempo carecería de la potencia necesaria para negar el libre albedrío. Así que la divinidad no podría tener parte activa ni pasiva en la muerte de los humanos desafiantes, los cuales competían educadamente con un Creador incapaz de impedir el suicidio racional. Por lo tanto, su existencia sería baladí, una divinidad fantasmal sin creyentes, errante y muda.
Este desafío ya fascinó a Pascal, a Milton, a Nietzsche, a Dostoievski, a Camus, pero resultó una decepción en el caso de Sablonsky porque después de brindar con una vodka espesa y aromática a la salud de los futuros hombres libres se disparó en la sien y cayó muerto, pero en lugar de emerger a un turbión de horror y tinieblas en medio de la nada nadeante, se encontró recostado contra el gran roble que domina una de las lomas lamidas por el Neckar desde lo alto de la ciudad de Tubinga. Miró con creciente pasmo y luego con indignación, farfullando palabras confusas a los pajarillos, a las flores, a los arroyuelos, y en un ataque de ira furibunda golpeó el tronco con su bastón hasta astillarlo mientras aullaba: “¡Inmenso payaso!”. Y profirió una de las más infames blasfemias que jamás se habían oído hasta aquel momento. El cosmos se detuvo en seco y ese fue el primer día del Juicio Final.
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