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Tribuna
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Derecho individual contra salud pública

Aunque la vacuna obligatoria se ajusta a la ley, la información y la transparencia son mejores recursos

Ana Carmona Contreras
Una ingeniera trabaja en el laboratorio de Sonivac, empresa china que produce vacunas contra la covid.
Una ingeniera trabaja en el laboratorio de Sonivac, empresa china que produce vacunas contra la covid.WANG ZHAO/AFP/GETTY IMAGES (EL PAÍS)

El anuncio de los relevantes éxitos alcanzados por las investigaciones desarrolladas para encontrar una vacuna con la que tratar la infección producida por la covid-19 permite vislumbrar en el horizonte próximo la realidad de un tratamiento eficaz con el que hacer frente a la pandemia que está asolando el mundo desde principios de 2020. Sobre la base de las favorables expectativas generadas, diversas instancias públicas nacionales han anunciado la adquisición de vacunas y la puesta en marcha de programas para su prestación a la población. Concretamente, el Gobierno aprobará mañana en su reunión de Consejo de Ministros un Plan Nacional de Vacunación.

Es en este contexto de referencia en el que ha saltado a la palestra la cuestión relativa a si la ciudadanía, llegado el momento, estará obligada o no a vacunarse. Lejos de perfilarse como una hipótesis marginal, la duda planteada adquiere una relevancia indudable atendiendo a los resultados del último barómetro del CIS, en el que un 43,8% de la población afirma que “no se pondrá la vacuna de forma inmediata”. Ante tal constatación, la primera consideración a realizar es que en nuestro país la vacunación, en cuanto que actuación de salud pública, presenta carácter voluntario según establece la Ley General de Salud Pública. Esta ausencia de obligación individual se identifica, por lo demás, con la previsión recogida por la Ley Reguladora de la Autonomía del Paciente, afirmando que nadie puede ser constreñido a recibir un tratamiento médico en contra de su voluntad.

Una vez establecida la pauta general inspiradora del marco regulador debemos referirnos a la existencia de otras disposiciones que, a modo de excepción, permiten aplicar la solución contraria, esto es, imponer coactivamente una prestación sanitaria. Así sucede cuando la negativa de una persona a recibir un tratamiento o intervención entra en conflicto con la salud pública de la población. En tal supuesto, la disyuntiva planteada entre el ejercicio del derecho individual frente a la necesidad de tutelar el interés general se resolverá a favor de este último siempre que, según establece la Ley Orgánica de Medidas Especiales en materia de Salud Pública, concurran “razones sanitarias de urgencia o necesidad”. Más concretamente, esta ley prevé que cuando se constaten “indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria conocida de una persona o grupo o por las condiciones sanitarias en que se desarrolla una actividad”, las autoridades competentes podrán adoptar medidas de “reconocimiento, tratamiento y control” de los mismos. Por su parte, también la Ley de Autonomía del Paciente se refiere a que cuando esté en riesgo la salud pública “los facultativos podrán llevar a cabo intervenciones clínicas indispensables a favor de la salud del paciente sin necesidad de contar con su consentimiento”.

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Como contrapunto a estos casos cualificados por la urgente necesidad en los que la voluntad individual no prevalece, resulta imprescindible que las intervenciones coactivas cuenten con la previa autorización judicial. Así se desprende de la Ley Orgánica de Medidas Especiales en materia de Salud Pública y, asimismo, de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. En efecto, según ha declarado este órgano, las intervenciones corporales —y las vacunas lo son— cuando se producen al margen de la voluntad de sus destinatarios provocan una injerencia en el derecho fundamental a la integridad física (artículo 15 de la Constitución). En la tarea de determinar si una actuación de esta índole resulta constitucionalmente admisible el Tribunal viene a aplicar un canon de control muy exigente mediante el que verifica el cumplimiento de los siguientes requisitos: la intervención ha de contar con apoyo en la ley y su puesta en práctica debe perseguir un fin legítimo, debiendo ajustarse a las exigencias derivadas de los principios de necesidad y proporcionalidad. Cierra el círculo de condiciones la ya aludida necesidad de contar con el preceptivo aval judicial. Sólo respetando todas y cada una de las exigencias expuestas se admite la subordinación del derecho a la integridad física a las exigencias de tutela de la salud pública (artículo 43 de la Constitución).

En función de las pautas jurídicas expuestas es obvio que las actuales circunstancias de crisis sanitaria causada por la covid-19 encajan en la previsión legislativa de necesidad y urgencia que permitiría imponer con carácter obligatorio la vacunación de la población apelando a la protección de la salud de la ciudadanía. Dando por sentada la licitud de una decisión de esta índole, su aplicación, como bien ha señalado el ministro de Sanidad, resultaría contraproducente en la práctica, puesto que vendría a oscurecer la indudable dimensión positiva que es inherente a la vacuna, tanto en términos de salud individual como de cara a recuperar la perdida normalidad socioeconómica. Reducir sustancialmente el alto porcentaje de ciudadanos que en la actualidad rechazan ponérsela exige, pues, de las autoridades sanitarias una actitud proactiva en términos de información y máxima transparencia en la que el recurso a la imposición jurídica se presente como último y, ciertamente, no deseable recurso.

Ana Carmona Contreras es catedrática de Derecho Constitucional en la Univesidad de Sevilla.


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