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Tribuna
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La Base: el peligro que sobrevivirá a Trump

El núcleo de apoyo incondicional al presidente considerará una traición el abandono de militares o religiosos al líder republicano. Y acudirá a conspiranoicos o justicieros para contar con su agresividad

Richard Sennett
La base / Richard Sennett
Raquel Marín

Incluso aunque Donald Trump acabe derrotado, su base de apoyo, la Base, no le abandonará. Las gorras de MAGA (“Make America Great Again”), las cazadoras con el nombre de Trump y las pegatinas para la culata del arma son símbolos muy valiosos para el 30% de los estadounidenses. Consideran que el “verdadero” Estados Unidos es suyo y, si las elecciones no salen como esperan, se volverán todavía más extremistas para recuperarlo. El 30% en un país de más de 300 millones de habitantes son muchos extremistas.

En parte, la Base está tratando de definir su condición de blanca, una blancura que transmite pureza e integridad junto al color de la piel. La misma explicación sirve para justificar la exclusión de los de fuera —como cuando Donald Trump llamó a los inmigrantes mexicanos “violadores” y “tramposos y delincuentes”— y la segregación de las personas de color dentro del país; ambos grupos son impuros. Pero el racismo por sí solo no basta para explicar la agresividad y el desdén, la crueldad de la Base hacia otros estadounidenses.

Una especie de juego perverso de suma cero hace que las personas se sientan más a gusto consigo mismas cuando menosprecian a otras. Y, a la inversa, parece como si reconocer que los demás tienen sus propios derechos y necesidades hiciera que perdamos los nuestros. Ese juego de suma cero es, en mi opinión, el que alimenta la hostilidad de este grupo de los seguidores del presidente Trump hacia otros. Es un enfrentamiento en el que, a la hora de la verdad, resulta imposible ganar —menospreciar a los demás no puede hacer que seamos más fuertes—, pero la Base parece casi adicta al juego. Intenta sentirse más a gusto consigo misma, no lo consigue, así que vuelve a jugar, en un intento de convertir la ira y el desprecio en autoestima. Y la frustración hace que se incline cada vez más hacia los extremos.

Hace 50 años, Jonathan Cobb y yo vislumbramos los orígenes de este juego de suma cero cuando estábamos entrevistando a diversas familias en un bastión demócrata de Boston, blanco y de clase trabajadora. Como revelamos en nuestro estudio, The Hidden Injuries of Class ["Las heridas ocultas de las clases"], los que pertenecían a aquellas familias habían tenido que juntarse con gente muy distinta en la Segunda Guerra Mundial, empujados por la necesidad, y antes de eso habían compartido un destino común de incertidumbre durante la Gran Depresión. Sin embargo, en los años setenta, esos recuerdos se habían debilitado hasta casi desaparecer.

Entonces parecía que faltaba algo, tanto en sus comunidades locales como en sus propios planes de vida. Esa falta hacía que estuvieran furiosos, furiosos con los demás, tal como expresaba su convicción de que los miembros de las clases dirigentes y las clases marginales, la Fundación Ford y el gueto, estaban compinchados en contra de los estadounidenses honrados y trabajadores como ellos. Pero pensarlo no contribuía precisamente a que estuvieran satisfechos.

Lo que en otro tiempo habría podido enmarcarse en un contexto de clase —la gente que quedó rezagada y olvidada durante el auge de posguerra— hoy es un problema masivo, la sensación de que algo se ha torcido en todo Estados Unidos, de arriba abajo. Convertido en expresión política, el sentimiento enardeció a la Base en las últimas elecciones; sus votantes fueron una combinación de jubilados, trabajadores del sector industrial, dueños de pequeños negocios y prósperos residentes de los barrios de las afueras, incluido un grupo sorprendentemente amplio de negros de clase media. Ahora estos votantes están abandonándolo; parece que incluso muchos cristianos evangélicos se han hartado ya.

Este sentimiento de que han abandonado a su líder da pie al aspecto más aterrador de la Base. La traición es, según muchos de ellos, el motivo de que estén perdiendo: nunca habían pensado que pudieran contar con Harvard, pero sí contaban con las Fuerzas Armadas, símbolo de la fortaleza de Estados Unidos, y entonces toparon con John McCain y, después de él, el desfile de antiguos generales que trataron de poner orden en la Casa de Trump.

Así como el presidente había tachado a McCain de “fracasado”, la opinión de la Casa Blanca fue que esos exsoldados le habían decepcionado y no habían sabido estar a la altura de su puesto. Lo mismo ocurre con los médicos como el epidemiólogo Anthony Fauci, que dejan en mal lugar a unas personas para las que llevar máscara es señal de debilidad, progresismo o ambas cosas. Los generales y los médicos actúan movidos por espíritu de servicio, y el servicio es un concepto que queda fuera de la órbita del juego de suma cero, porque consiste en dar a otros en lugar de quitarles. En jerga trumpiana, el servicio es cosa de “pringados”.

En otros países y otras épocas, la traición ha sido la gasolina que ha alimentado la violencia extremista. Después de la Primera Guerra Mundial, la convicción de muchos alemanes de que algunos —sobre todo los judíos— los habían traicionado desde dentro legitimaron las represalias nazis contra estos y otros enemigos internos. Pero hoy, en Estados Unidos, el tamaño del país “verdadero” disminuye a medida que crece la lista de personas que lo han traicionado.

Eso es lo que me preocupa de la Base cuando hayan quedado atrás unas elecciones que Trump seguramente va a perder. La gente normal de Estados Unidos habrá traicionado a los defensores del “verdadero” Estados Unidos. Y estos acudirán a los teóricos de la conspiración, los justicieros armados, un Ku Klux Klan renacido, porque son grupos con cuya agresividad sabrán que pueden contar. ¿Parece una posibilidad exagerada? También en 2016 todo el mundo pensaba que era imposible que resultase elegido alguien como el hoy presidente Trump.

En los años setenta, yo pensaba que las heridas ocultas de la lucha de clases podían curarse, en parte, mediante las interacciones cercanas y personales con personas diferentes. Hoy no tiene sentido mantener esa esperanza. He perdido mi capacidad de empatía. El lema de “unir al país” pierde cualquier posible sentido ante un grupo como la Base, que se ha endurecido y se acerca cada vez más a la extrema derecha; por el contrario, ha llegado el momento de pedirle responsabilidades por las tendencias criminales que su líder no ha dejado de fomentar.

Richard Sennett es sociólogo. Es Senior Fellow en el Centro de Capitalismo y Sociedad de la Universidad de Columbia, profesor visitante de Estudios Urbanos en el MIT y asesor principal de las Naciones Unidas en el Programa sobre el Cambio Climático y las Ciudades

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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