Llevar a la boca un tenedor vacío
Gestionar la paciencia de los ciudadanos no es el trabajo más importante pero sí el más delicado del Gobierno, y también el que hace con menos delicadeza
Que el más famoso inicio de un discurso político de la historia sea “hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia” debería darnos alguna pista. Hay pocos escenarios políticos mejores que una pandemia que exige limitar el contacto físico entre personas, cuando no encerrarlas en sus casas, para disponer a gusto de la paciencia de millones de ciudadanos. Por supuesto que tendrán paciencia: no quieren enfermar ni enfermar a los suyos, tampoco matarlos o morir. Y con ese crédito generoso, el de los españoles que entendieron en marzo que había un bien superior que proteger antes que su economía o su ocio, el Gobierno dispuso de todas las competencias reclamadas para frenar la primera ola y armarse para la segunda. Siete meses después no se le puede exigir al Gobierno que haya eliminado el virus, pero que el escenario de contagiados y ruina económica vuelva a ser de los peores de Europa por culpa de la oposición, aún siendo gobernada Madrid por una concursante nerviosa de Pasapalabra, es un argumento que va a necesitar tanta paciencia como euforia. Gestionar esa paciencia es el trabajo más delicado del Gobierno, y también el que está ejecutando con menos delicadeza.
La excusa de que no hay alternativa suele disolverse cuando una persona lleva siete meses sin cobrar; no porque vayan a aceptar la alternativa, sino por pura rendición de cuentas. En el poder no se cree, el poder se escruta, sobre todo cuando lo has votado. Esta cultura política es excéntrica en España, donde parece que si votas a alguien es para entregarte a él; cuando a veces, muchas, lo ideal es votarle para poner distancia.
Desde el epidemiólogo en jefe buceando en un programa de aventuras durante la segunda ola hasta el ministro de Sanidad participando de una fiesta con decenas de personas tras recomendar que no se reúnan, o prohibir que se reúnan, más de seis personas (yo ya no tengo ni idea de lo que está bien y lo que está mal, porque lo que está bien el lunes suele estar mal el miércoles, y lo que dice una Comunidad el jueves lo desmiente el Gobierno el sábado; en lugar del BOE deberían sacar un juego de mesa), todo parece dirigido a poner a prueba la paciencia de unos ciudadanos maniatados por las recomendaciones sanitarias, las prohibiciones gubernamentales y la previsible ruina económica. Aun dando esto por inevitable a causa de la pandemia y desligándolo de la errática gestión, incluso comprando la mercancía del improbable éxito de medidas como prohibir salir a pasear una noche solo pero almacenarte dentro de un metro en cuanto den las seis, la sensación es que falta decoro. Para pretender una reforma del CGPJ a las bravas; para pretender un estado de alarma de medio año.
Cuando Borges se quedó por fin ciego, después de una vida sabiendo que su destino estaba escrito de nacimiento (“está salvado, tiene tus ojos”, dijo su padre al nacer; pero solo tenía el color de los ojos de su madre, no su salud: tres generaciones de Borges ciegos le esperaban), Bioy Casares narró una imagen tristísima y bellísima de su amigo: “Borges no ve la clara del huevo frito en el blanco del plato. Durante un tiempo que parece infinito repite el acto de llevar a la boca el tenedor vacío”. Ese acto, el de llevar a la boca un tenedor vacío, empieza a parecerse a la lucha sin resultado contra la pandemia y, peor, su utilización para resolver engorrosos debates parlamentarios. Y está provocado por la ceguera, política en su caso, de un Gobierno que cree que en la excepcionalidad puede disponer, sine die, de algo tan corriente como la paciencia de los demás.
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