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Tribuna
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El sueño de China

El sistema de valores asentado en la estabilidad sigue siendo la base del deseo de Xi Jinping, solo que convirtiendo esa superioridad en instrumento para hacer de China la potencia llamada a dirigir una nueva globalización

Antonio Elorza
El presidente Chino Xi Jinping, en el mensaje emitido durante el 75 aniversario de la ONU, en septiembre.
El presidente Chino Xi Jinping, en el mensaje emitido durante el 75 aniversario de la ONU, en septiembre.AP

En noviembre de 2017, Donald Trump visitó Pekin y el presidente chino Xi Jinping le acompañó en la Ciudad Prohibida. Ante la habitual referencia a la condición milenaria de China, Trump le objetó: “Pero la civilización egipcia fue más antigua”. La respuesta de Xi zanjó el debate: la china es la única civilización hoy sobreviviente después de 5.000 años.

La afirmación de Xi Jinping subraya un hecho capital: la continuidad que caracteriza a la trayectoria histórica de China ha superado incluso los momentos críticos en que pareció desplomarse, como la conquista mongol y la revolución comunista de Mao Zedong. La permanencia de las formas de pensamiento fue el indicador más claro: Mao se vanaglorió de haber eliminado a cientos de sabios confucianos, eso sí en competencia con el primer emperador, y la acusación de confuciano fue utilizada en las condenas de sus rivales Liu Shaoqi y Deng Xiaoping, el de los gatos cazadores. La prohibición de las obras de Confucio duró hasta fines de siglo, cuando su supervivencia larvada cedió pronto paso a una espectacular recuperación.

Confucio es el símbolo oficial de la cultura china y su huella se encuentra presente en la definición de la estrategia que define al presente de la nación: “el sueño chino”, formulado por su máximo dirigente Xi Jinping apenas llegado al poder en 2012. El gesto reproduce el del emperador tras su investidura: ejercer el control de las designaciones, poner el nombre adecuado a las cosas de que depende el buen orden futuro. Xi lo asume y por eso “el sueño chino” no es simple consigna; expresa el contenido de su plan de reforma.

El proyecto de Xi define una convergencia de líneas de acción que implicaban un “gran rejuvenecimiento” de la concepción clásica. Consistía esta en un orden armónico, regulado por una burocracia inerte de funcionarios divinos, ahora gestores comunistas dotados de las competencias técnicas que les permiten encauzar la nación hacia un ilimitado progreso. La China clásica era una cosmocracia, regida por el mandato del cielo, y en ello basaba su superioridad sobre los bárbaros exteriores, apoyándose en las ideas de Confucio y de los “legistas”. Sus enseñanzas eran la disciplina individual y una total lealtad debida al orden vigente, tanto en leyes como en usos (“rituales”) perennes.

El sistema de valores asentado en la estabilidad sigue siendo la base del sueño de Xi Jinping, solo que convirtiendo esa superioridad en instrumento para hacer de China la potencia llamada a dirigir una nueva globalización. Tal concepción hereda la apuesta de Deng Xiaoping por desarrollar un capitalismo de Estado, donde el partido comunista ejerciera como eficaz gestor sobre una sociedad activa y obediente.

La represión de Tiananmen selló su imposición sobre cualquier alternativa pluralista, condenada por vulnerar la inmutabilidad propia del orden chino. Ahora culminar las “cuatro modernizaciones” puestas en marcha por Deng, requiere conjurar “los siete peligros”, cuyo núcleo es la atracción ejercida por los valores occidentales.

Hasta ese “documento nº 9” presentado por Xi Jinping apenas accede en 2012 al secretariado general del PCCh, incluso los movimientos revolucionarios que subvertían el legado ideológico occidental, como el marxismo soviético, remitían a sus objetivos fundamentales: la emancipación del individuo como proletario, la verdadera democracia, una justicia universal. El giro es ahora copernicano. Todo individualismo deviene antisocial. Derechos humanos, democracia política, sociedad civil, libertad económica, libertad de expresión, niegan o debilitan la forma perfecta de organización económica y política sostenida en China por el ejecutor del “rejuvenecido” mandato del cielo, el partido comunista. Son “ajenos al sistema socialista con características chinas” ya esbozado por Mao, al legado de “la civilización indeleble de China”; llevan al caos, y en consecuencia no deben ser respetados. Lo recientemente ocurrido con el status legal de Hong Kong, constituye la mejor muestra de la aplicación por Xi Jinping de tal rechazo.

Las claves del “sueño chino”, proclamadas por él en 2013, son en primer término el ideal confuciano de “una sociedad con moderado bienestar” y en segundo, un país plenamente modernizado que desde sus enormes recursos lleve a cabo una mutación radical en las relaciones de poder mundiales. La envoltura tradicional proporciona la apariencia benévola, que recuerda a la declaración de amor en un drama confuciano clásico, donde todo sentimiento es eliminado y cuenta solo la escalada de beneficios del matrimonio, para la familia y para la convivencia armónica en la colectividad. Así la proyección del poder económico chino se justifica, no solo por las propias ventajas al eliminar toda dependencia, sino por “cambiar el paisaje mundial” dominado hasta ahora por los países occidentales. Se trataría de que las inversiones y el crédito chino favoreciesen el desarrollo de los países emergentes. No puede faltar el enlace con el pasado: nace la Nueva Gran Ruta de la Seda.

El colosal esfuerzo de inversión en obras de comunicación y créditos, a nivel mundial, tiene en su haber el cumplimiento de la promesa en el plano tecnológico, una revolución en los transportes, en su debe el ajuste de todos los programas a las conveniencias económicas y de hegemonía política chinas. Es la creación de una red articulada de centros de poder, desde el abastecimiento de energía y materias primas a la conquista, corrupción ajena mediante, de privilegios duraderos tras créditos fáciles pero inexorablemente exigidos. Es el caso del gran puerto en Sri Lanka, impagado y entonces transferido a China por 100 años, o de las múltiples presas hidroeléctricas en Laos para abastecimiento chino. A veces reacciones democráticas (Etiopía) o nacionalistas (Myanmar) suspenden la depredación, que el segundo caso destrozaría la vida económica de la cuenca del Irrawady por presas hidroeléctricas siempre al servicio de China. Pero la expansión sigue, últimamente sobre el Pacífico central, hasta las Islas Salomón. El diseño es mundial y llega a los puertos mediterráneos, desde el Pireo a Valencia.

Es la vertiente pacífica de un imperialismo agresivo, económico y político-militar, en que se funden ecos del pasado maoísta, frente a India, y falsas legitimidades históricas, como la soberanía sobre el mar de la China meridional hasta Filipinas. Nada de derechos, ni libertad marítima; solo armas cuentan. En este sentido, el Gobierno moviliza a la opinión con películas de exaltación patriótica, actualización de los clichés nacional-revolucionarios maoístas. Ejemplo, la exitosa Lobo guerrero 2, de 2017, donde un militar heroico libera a los chinos cercados por mercenarios occidentales durante una misión asistencial en África. Un vídeo oficial reciente simula el bombardeo de una base militar americana en la isla de Guam. Título: El dios de la guerra pasa al ataque.

La voluntad de dominio absoluto se vuelca asimismo hacia el interior de China, en un ejercicio ilimitado del chauvinismo han, de la etnia autóctona, el 92% de la población, sobre las minorías, en particular tibetanos y uigures. El dominio y la desnacionalización de Tíbet vienen del maoísmo. El grado de represión y persecución religiosa sobre los uigures, con su asimilación forzosa, es responsabilidad de Xi y al ser programada, constituye un genocidio. Más de un millón de musulmanes están recluidos en centros de “formación” y las mujeres son objeto de todo tipo de vejaciones. Hay que fundirles como sea en el molde chino. En la óptica de Xi, los derechos humanos no existen.

El círculo se cierra con el establecimiento de un orden totalitario superior a cualquier precedente histórico. La tradición maoísta cuenta. El presidente chino es hijo de un viceministro de Mao y le imita en el propósito de eliminar públicamente la más mínima disidencia. Sus colaboradores ensalzan “el pensamiento de Xi Jinping” y hacen obligatoria su visión del país, expuesta en “Estudiar la Gran Nación”, una aplicación de móvil que actualiza la vocación de pensamiento único del viejo Libro rojo maoísta. Confucio propuso que quien no ejerciera cargos, se abstuviera de hablar del Gobierno, y que la obediencia al padre prefigurara la debida al gobernante. Desde este 2020, la revolución tecnológica hace posible materializar semejante objetivo de obediencia a un Estado de vigilancia universal. Todas las actuaciones del súbdito quedan reflejadas en un expediente de “crédito social” del cual dependen sus expectativas, profesionales, financieras, de obtener un pasaporte o de no ser detenido. Estará conectado con las imágenes de las cámaras instaladas en las calles, y en los visores de la policía, propiciando un control permanente. Estamos en el paisaje orwelliano de 1984: “El Gran Hermano te vigila. Sus ojos te siguen allí donde estés”.

Ante esto parece irrelevante un efecto colateral del “sueño chino”: la destrucción de decenas de especies animales. Lo constaté personalmente hace dos años, siendo testigo de la extinción de los delfines fluviales chatos del río Mekong, por la construcción de una gran presa china. Todo fuera por el beneficio económico, incluida la comercialización que afectaba a especies protegidas, caso de los cuernos de rinoceronte o de un bichito llamado pangolín. ¿A quién importa si de ahí procede una pesadilla universal?

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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