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Columna
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Existencialista

Me esfuerzo para que el europeísmo y la democracia me sigan pareciendo importantes, pero ya no somos clase media y, en ocasiones, sueño con colas del hambre y respiradores

Marta Sanz
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“Tenía 20 años. No dejaré que nadie diga que es la edad más bella de la vida”. Lo he leído en Aden Arabia de Paul Nizan. 1931. Me llamo Laura, tengo 20 años y, aunque estaba segura de que esta sería la edad más bella de mi vida, los pronósticos no son buenos. Suelo despertar con la efervescencia de mi plenitud biológica, buen humor y actitud positivísima —soy un ánodo—. Pero estoy condenada a la angustia existencial en los años de la peste. Curso —o medio curso— estudios superiores. Seré filóloga. Hablo tres lenguas. Me educaron en el valor del europeísmo y la democracia. En casa se preocuparon de que no viviese mi deseo sexual con culpa. Me he enrollado con chicos, divertidos o hermosos, solo con una puntita de temor. Ahora distintos miedos me chapan como almeja y anulan mi curiosidad. Vivo en la casa familiar y la casa familiar no es grande. Cojo el metro. Llevo mascarilla. Mi abuela está ingresada en una residencia. Espero que no la conviertan en pienso para pollos. Cambio de canal cuando en la televisión aparecen: ancianas escuálidas atadas a sus sillas, animales muertos dentro de maletas, hospitales, negros asesinados por policías que les cortan la respiración, Donald Trump y el pato Donald —son el mismo—, datos sobre paro juvenil en gráficos de colores, niños que cantan Soy minero. Les tengo prohibido a mi hermana y a su déficit de atención que vean esos programas. También yo me prohíbo engancharme a ciertos realities: gente de mi edad se magrea en una isla. Les deseo PCR diarias y dolorosas. Mi madre trabajaba en un salón de belleza. Ya no. Mi padre, que estudió periodismo, teletrabaja vendiendo líneas telefónicas. Cada vez que dice a través de su micrófono “¡buenas!, ¿hablo con el titular de la línea?”, se me cierra la garganta. Pronuncia sus eslóganes como si riese; solo estira los labios. Se está poniendo gordo de desesperación. Lo despedirán: se le nota en la voz que no tiene felicidad ni 15 años. Olvidamos la salud para conservarla. No queremos pedir hora en el ambulatorio. Mi esperanza de vida será inferior a la de mi madre: quizá nunca me espachurren la teta dentro del mamógrafo. En el frigo guardamos yogures. Mi corta vida cabría en un microrrelato que resultaría inverosímil por una acumulación de desgracias que, bien miradas, no son para tanto. Me esfuerzo para que el europeísmo y la democracia me sigan pareciendo importantes, pero ya no somos clase media y, en ocasiones, sueño con colas del hambre y respiradores.

Encontraré trabajo de lo mío dentro de tres lustros. En el extranjero. Los idiomas me ayudarán. No habré tenido pareja estable ni descendencia. No habré salido de la casa de mi padre. Mi madre se habrá muerto de un cáncer diagnosticado tardíamente. Mientras, voy a echar un currículo en una hamburguesería a ver si me eligen empleada del mes, asciendo y me hacen encargada. No dejaré que nadie me diga que los 20 años son la edad más hermosa de la vida. Soy una mujer joven que esta noche, por responsabilidad, no hará botellón ni se morreará con tres extraños. Siento nostalgia de lo que no he vivido: veo en bucle Laberinto de pasiones y en mi cabeza resuena “Gran Ganga, Gran Ganga, soy de Teherán”. Estoy condenada a negras vestimentas y al existencialismo. O a cosas peores que empiezan con efe.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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