El primer selfi de un premio Nobel y la destrucción de una mirada
Antes de que naciera la mirada sociópata del selfi, mirábamos y pensábamos el mundo como si fuera materia plástica, algo con lo que hacer algo
Hace poco se ha publicado el primer selfi de un premio Nobel. Uno de Coetzee, antes de que hubiera smartphones, hecho con una cámara apuntando a su reflejo en el espejo. Un selfi prehistórico sin filtros, sin posibilidad de crear un réel o compartirlo con los amigos. Un selfi antes de que aprendiéramos a poner morritos mirando al teléfono. La imagen se publica en un libro titulado Retratos de infancia (Literatura Random House) donde se recogen un puñado de fascinantes fotografías hechas durante la adolescencia del escritor. Las imágenes son de una ternura y veracidad impensables hoy en día porque el propósito de las mismas no es otro que captar la realidad más pura, el asombro ante el mundo. La mirada del autor queda retratada como quizás nunca vuelva a suceder, pues se nos ofrece la imagen de un escritor pre-selfi y hasta pre-Instagram. Una de las últimas miradas del siglo XX.
Antes todo el mundo miraba así. Escritoras, peluqueros, obreras, enfermeros, políticas… Los álbumes de recuerdos, los discursos políticos, la poesía, los manifiestos de aquel siglo así lo retratan. Antes de que naciera la mirada sociópata del selfi, mirábamos y pensábamos el mundo como si fuera materia plástica, algo con lo que hacer algo. Reclamaba acción y ese es el motivo de que tanta gente quisiera cambiar tantas cosas entonces, con las devastadoras consecuencias de aquella determinación. El siglo XX fue sin lugar a dudas el gran siglo del ego. Del ego masculino, para ser precisos. Y de aquella mirada hacia el exterior, de aquella manera de colocarnos como creadores frente a lo real y tratar de cambiarlo y mejorarlo nacieron muchos proyectos colectivos, muchas ideas de comunidad, excelente poesía, también dos guerras mundiales. Tan peligroso puede llegar a ser un ególatra. Eran los tiempos donde los políticos actuaban e iban hasta el final (literalmente en muchos casos).
Hoy, la tecnología ha modificado de forma irreversible nuestra mirada y podemos asegurar que hemos cambiado definitivamente de paradigma. En 2010 los teléfonos ya daban la opción de hacer autofotos y los jóvenes las compartían en Instagram, la red que nació con el selfi. Las maestras de ceremonias y especialistas en morritos ante el objetivo fueron chicas jóvenes de clase media. Después llegarían los retratos de chavales frente al espejo del baño. En 2012 el Wall Street Journal dedicaría un artículo a explicar qué era un selfi a los boomers, en 2013 los diccionarios Oxford la eligieron palabra del año y en la gala de los Oscars de 2014 todas las estrellas se hicieron uno. Igual que Obama y el Papa de Roma. Acababa de empezar el siglo y ya estaba escrito: la era de los ególatras, de los que querían hacer cosas y ser reconocidos por ellas, había muerto y nacía el tiempo de las narcisas (no olvidemos que somos las dueñas del género).
Hace tiempo que miramos con más atención la pantalla del móvil que el exterior, nos relacionamos con el medio a través del espejo en que se convierte nuestro smartphone, nos contamos desde ahí y pedimos (a veces de rodillas, a veces sin pudor) que el universo nos contemple y nos tenga en cuenta. Ya nadie quiere cambiar el mundo, solo sobrevivir en él. Y a ser posible, triunfar, entendiendo por éxito ser aplaudido por los demás y tener muchos likes por ser exactamente los que somos, como somos, hechos de una vez por todas para la admiración general. Sin añadidos, biografías, actos. Sin nada. Una desnudez casi fisiológica.
El ególatra quiere que le miren por lo que hace y el narciso (o sociópata) quiere que le miren por lo que es o, mejor dicho, porque es. Y aquí estamos en la primera generación (ya imparable) de políticos narcisos, de escritoras narcisas, peluqueros narcisos, obreras narcisas, enfermeros narcisos, políticas narcisas. La pandemia no ha ayudado. Teams, Zoom y toda clase de videollamadas han dado la vuelta de tuerca definitiva: ahora también nos miramos en un espejo cuando hablamos con los otros. Vemos si estamos feos o más gordos o con alguna arruga de más en vez de mirar a la cara a nuestros interlocutores. Mirarnos y sentir cómo nos miran es el objetivo de cualquier relación contemporánea. La élite política internacional también usa Zoom, también vive en el selfi perpetuo. Cada vez más narcisos y menos colectivos, justo ahora. Solo Trump, el ególatra máximo, se niega a las videollamadas, muy en su papel. En el otro extremo, nuestra política más narcisa, Díaz Ayuso, hace tiempo que gobierna solo para ser mirada. Bien o mal ella es la protagonista, esa es su gasolina.
Al mismo tiempo, la poeta Louise Glück acaba de ganar el Nobel con su mirada del siglo XX. “Los seres humanos han de aprender a soportar / la oscuridad y el silencio”, escribía. Está claro que es un premio anti selfi, por así decir. Hace tiempo que no sabemos estar a solas con nosotros mismos y es una lástima porque eso hace mucho más dura esta pandemia.
Me pregunto cómo será la obra de la primera premio Nobel que haya hecho más selfis que fotos. Me pregunto también cuál será la obra de los políticos más narcisos que el mundo ha conocido. Y me digo que llevamos demasiados años sobre la tierra como para negarnos a pisar las huellas de los otros, como pedían nuestras fuentes clásicas. Una cosa es ir hacia adelante y otra salir escopetado. Los nuevos gurús solo quieren abrazar el presente o predecir el futuro. Es natural: el narciso no tiene pasado, no ha sido creado, no es fruto de las circunstancias ni del tiempo. Los demás hemos sido creados para su contemplación. A pesar de que la física y la experiencia vital aseguran que el tiempo no es reversible, la moral y la historia reciente nos exigen una severa reconsideración antes de dar un paso más.
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