El espectáculo (no) debe continuar
Seguramente Guy Debord nunca llegó a intuir hasta qué punto la política sería una extensión más de la sociedad del espectáculo
“Les pido, en definitiva, ¡por favor!, educación”. Así están las cosas en el Congreso: Meritxell Batet apelaba esta semana a que al menos se conservara la educación como última línea Maginot, no ya por respeto sino por guardar siquiera las formas. A eso se ha llegado. Parecía parafrasear la célebre humorada de Thomas de Quincey en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, donde advertía que se empieza cometiendo un crimen y después se tolerará la bebida, se dejará de asistir el domingo a misa, y así hasta dejar las cosas para el día siguiente y perder las buenas maneras. Batet, aunque sin esa inversión irónica, parecía decir que una vez generalizada la corrupción, y después de acabar aceptando un alto nivel de ineficacia, ya sólo quedaba verse allí pidiendo un mínimo de urbanidad. Esa desesperación de la presidenta de la Cámara afloraba tras otro miércoles de furia en la sesión de control, con las bancadas como barras bravas celebrando a sus mastines. Y resulta definitivamente grotesco ese espectáculo mientras enferman miles de ciudadanos, y mueren a cientos, sin que los responsables públicos parezcan dar con una respuesta convincente más allá del y tú más.
Y sin embargo, todo esto tiene una preparación concienzuda. Esas frases rápidas y secas, como un jab de Big George Foreman, no son suyas. Los redactores de titulares, importados aquí por Zapatero, les venden eslóganes prêt-à-porter. Los políticos, como dinamiteros, sólo calculan la onda expansiva que tendrán esas bombas retóricas de racimo de los MarkLab, mensajes de laboratorio de marketing para sus tuit de doscientos caracteres como balas de plata, pensamientos para un meme viral capaz de penetrar en la economía de la atención con un fogonazo. “El Rey maniobra contra el Gobierno…”, con ese sintagma demencial el ministro de Consumo ha logrado regresar desde el anonimato de la gestión como no sucedía desde su tuit con un chándal de la DDR. Los eslóganes de lux de Vox, las consignas iletradas de Lastra, las provocaciones de García Egea escupidas como un hueso de aceituna, las performances chuscas del socio preferente Rufián, todo eso no es más que ingenio prestado —o comprado— para el minuto de gloria.
“¡Todo por un clip!”, así se dirime la batalla por el poder, lejos de los viejos ideólogos y sus narrativas pesadas. Y quizá esto no pasaría de ser el signo de los tiempos de no ser por su efecto colateral: el parloteo sin sustancia parece llevar a muchos a creer que tratan con cosas insustanciales. Y ese es el abismo. Hablan frívolamente del Rey o el poder judicial, del modelo de Estado o la memoria de ETA, del Régimen del 78 o la cárcel, de la dictadura o la democracia, como si sólo fuera postureo para sumar likes en Instagram. Y todo al dictado de aprendices de brujo que actúan como si bastara la pátina de barniz respetable de etiquetarse spin doctors. Es lo que hay. Seguramente Guy Debord nunca llegó a intuir hasta qué punto la política sería una extensión más de la sociedad del espectáculo.
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