Onírica
Para la felicidad de nuestros sueños, sexualidades y vigilias, quizá no deberíamos usar tanto la tele —abreviatura cariñosa— como aparato consolador
He tenido mi primer sueño del coronavirus. Lo apunto rápido para que no se me olvide, sin miedo a ser obscena ni a pecar de un exceso de confianza en mis cualidades de intérprete psicoanalítica. Mi sueño trata de ese eufemismo que llamamos “vuelta al cole” y que para maestras y maestros se está convirtiendo no en nebuloso sueño, sino en pesadilla. Doy fe del malestar sin ser madre de nadie porque, además de tener ojos en la cara, me he echado por Instagram una amiga que me relata el pisoteo diario de su vocación. Menos mal que mi amiga sabe hablar de la depresión en gamas de colores —"hoy estoy amarilla chillona"— y darse alegrías que compensan la dureza de su trabajo como funcionaria.
En mi sueño, Jorge Javier Vázquez y yo entramos en un colegio. Somos el equipo docente que ha de cuidar y educar al alumnado. “Y a la alumnada”, me dice Jorge Javier. Me corrijo. Niños y niñas no van llegando a la escuela, sino que están allí antes que nosotros. Están metidos dentro de un agujero, luminoso y enorme —sin connotación sexual—, sobre el que hace equilibrios la escritora mallorquina Llucia Ramis: “Yo no tengo vértigo”. A mí, solo de verla, me sudan las manos: “Eres como los indios mohawks, que levantaron el Rockefeller Center”. En este tipo de intervenciones se nota que soy profesora. Llucia sigue con sus acrobacias mientras niños patinadores y niñas con mascarilla, que cargadas de bondad y de razón explican “es incómoda. Pero es mejor llevarla que morirse”, van saliendo del agujero luminoso —tampoco es un útero, espero— a través de un entramado de escaleras metálicas. Jorge Javier y yo los cogemos de la mano, y los acercamos hacia un parque lleno de árboles donde monos, con sonrisa de gato de Cheshire, colocan a cada criatura una escarapela en el pecho. Como si fuesen las antiguas bandas por buena conducta o aplicación. Deduzco que son la vacuna. Me alegro de que la vacuna provenga de una familia arbórea de monos reidores. Una niña, con su escarapela prendida del chándal, se va cantando operísticamente: “Quiero ser una activista de la salud.” Llamo por teléfono a Alberto Garzón y le pido que penalice la publicidad de las empresas sanitarias privadas. De las casas de juego. De los bancos que dicen que el dinero no da la felicidad —puede que incluso corrompa— e imaginativamente acuñarán moneda con el rostro de una uniformada criada inmigrante y un alegre pescador. Le digo a Garzón: “Es inmoral”. Él me escruta desde detrás de sus gafas de ministro raro.
Los sueños no responden a esa mitificación de lo genuino que se identifica con el lado más auténtico y secreto de nuestros subconscientes o inconscientes —siempre me hago un lío con la terminología—, sino a las preocupaciones comunes. Nuestro lado genuino está hecho de la sustancia de lo cotidiano. De sus meollos y sopas de sobre y sus copos de avena y su ropa tendida y su pasta de dientes y sus raíces cuadradas y su ingreso mínimo vital. Alumnado, cuerpo docente y administrativo, servicios de limpieza y yo misma tenemos miedo y nos drogamos para ir a dormir: las personas adultas con lorazepam, infantes e infantas con gominolas. Para la felicidad de nuestros sueños, sexualidades y vigilias, quizá no deberíamos usar tanto la tele —abreviatura cariñosa— como aparato consolador.
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