Se alquila
Sirva esta elegía para todos los Joses y Marsas que se lleve el virus
La apertura del Marsa fue hace 30 años el hito del año en mi barrio. Jose, el camarero del Guanabana, el discobar donde nos morreábamos muchos hijos de vecino, dejaba la noche y se montaba por su cuenta colocando de paso a su hermano en la barra y a sus padres en la cocina. Al punto, el Marsa, un bar de chaflán con sus cristaleras donde ver pasar la vida y sus mesas donde contársela, se convirtió en ese sitio donde se está mejor que en casa. Al lado de un colegio, un ambulatorio y varios bancos, el local era el sueño del tabernero para tener la parroquia asegurada. Y vaya si la tuvo. Desayunos hasta las doce; cañas a la una; menú del día y fin de semana; meriendas hasta las ocho; vinos, raciones y pelotazos al amor de la Champions, y codazos el domingo para pillar barra y atizarse los rejos de la madre de Jose antes de la paella de la tuya propia. Durante lustros, y hasta que murió y dejé de ir muerta de pena, mi planazo del día era desayunar en el Marsa con mi madre y sus vecinas, que salían a andar para perder el peso que recuperaban con un cruasán con doble de mermelada mientras pasaban revista a las tropas. Bodas, divorcios, funerales y natalicios antes del Predictor vi venir en ese sitio, entre ellos los míos.
Volví de paso al Marsa poco antes del virus. Ahí estaba Jose, como una misma, más viejo y cansado, pero con el aura de quien tuvo, retuvo. Hablamos de los padres, de los hijos, de los curros, y nos despedimos hasta la próxima. Pasé cerca ayer y se me atragantó la saliva. El Marsa está cerrado y se alquila. Alrededor, los bancos, vacíos, chulean a los viejos con una app que no entienden. Los críos no se rozan en el recreo. Y el ambulatorio está blindado mientras los pacientes esperan al raso embozados a dos metros unos de otros. Acabo. Dirán que qué valor: hacerle un obituario a un bar, con los muertos arreciando ahí fuera. Sirva esta elegía para todos los Joses y Marsas que se lleve el virus.
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